Por Rafael Sánchez Ferlosio. Un texto excéntrico y conmovedor de un autor excéntrico y lucidísimo. Léase en voz alta, sin declamar ni renglonear. De su libro Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Felices Fiestas.
Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.
Si amanece la arrogancia
de la fuerza y el valor,
niño débil y cobarde,
niño noche y deserción.
Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.
Si relumbran los fusiles
de la blanca afirmación,
niño oscuro, niño inerme,
niño niebla y evasión.
Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.
Si los médicos prescriben
la alegría y la salud,
niño triste, niño enfermo,
sin niñez ni juventud.
Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.
Si en el quicio de la carne
la palabra se escindió,
niño niño, niño niña,
niño luna, niño sol.
Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.
Si a la luz de la justicia
toda culpa se aclaró,
niño bueno, niño malo,
sembrador de confusión.
Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.
Si la lógica decide
de la verdad y el error,
niño cierto, niño falso,
blanco de contradicción.
Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.
Si entre la carne y el verbo
imposible fue el amor,
niño nadie, niño nunca,
niño nada, niño no.
martes, 18 de diciembre de 2007
lunes, 10 de diciembre de 2007
"Me cansa pensarme": entrevista a Miguel Delibes.
Por Juan Cruz. El interés de la persona y de sus respuestas sobrepasa con mucho el estilo empalagoso del entrevistador. Publicado en El País semanal el 9 de diciembre de 2007.
Genial. Pero siempre sobrio, al vivir y al escribir. Serio, aunque permanentemente enamorado. De Ángeles. Sus palabras suenan a despedida: "Ya no puedo hacer más".
Cuando llegamos a su casa estaba comenzando el otoño en Valladolid. Estaba sentado Miguel Delibes en su silla de siempre, debajo del retrato de su mujer, Ángeles, fallecida cuando era aún joven, en 1974. La señora de rojo sobre fondo gris. La mujer de su vida.
Después de la muerte de Ángeles, Delibes, que ya era un clásico vivo de la literatura española, sufrió un bache emocional. La presencia de ese cuadro sobre la cabeza de don Miguel evoca ese tiempo y la felicidad que los dos vivieron.
Durante años, esa ausencia era una presencia íntima y dolorosa, una herida de la que acaso le ayudó a salir un libro memorable, íntimo, casi secreto, Señora de rojo sobre fondo gris. "Don Miguel", le dijimos cuando le fuimos a ver para esta entrevista, "poca gente habla de ese libro, y es impresionante, tan íntimo, tan veraz". "Tendrán pudor", dijo.
Nosotros quisimos hablarle de ese libro; lo hicimos en persona, pero el maestro prefería hablar poco, y escribir, dar las respuestas por escrito. Estuvimos charlando con él un rato largo, para lo que él ahora acostumbra, cabreado con la vida, o mejor dicho, cabreado con la mala salud con la que le acompaña la vida. Cuando nos fuimos nos dijo: "Ya no me verás nunca mejor de como estoy ahora".
No, no está feliz con el tiempo que pasa, duerme mal, no tiene ganas de que el tiempo avance y le siga arrojando las interrogantes del dolor. A veces lo ha dicho: "Se me acabó el tiempo". En un periodo de otro dolor, cuando fue operado de una grave enfermedad, se pensó que acaso ya no escribiría más, y salió del trance con una novela extraordinaria, y extraordinariamente acogida, El hereje, cuyo pulso narrativo convirtió en una broma del maestro su aparente lejanía de la escritura.
Sobrio siempre, espartano, en el vivir y en la escritura, y en la expresión de sus sentimientos; ese mismo libro en el que quisimos centrar nuestra conversación por escrito es el reflejo del pudor casi quirúrgico con el que se enfrenta a la tristeza, que es algo hondo y privado; aun así, en esa hondura hay a veces, en el libro, y en Delibes, un destello, un detalle de humor que te desarma.
Lo tiene en la realidad, también, esa frase - "ya nunca me verás mejor que ahora"- sonaba en su despedida este principio de otoño en Valladolid como una de esas tarascadas que Mihura y Tono lanzaban a sus amigos cuando les iban a ver y ellos se sentían seriamente enfermos. Y él se siente seriamente enfermo; cuando dice eso, cuando se despide así, en su rostro aparece ese Delibes reconcentrado y serio que parece hecho de una sola piedra grande.
Antes de esta visita le habíamos visto por última vez hace unos años en Sedano (Burgos), que es casi un símbolo familiar de la felicidad con la que discurrió hasta el final la vida de Ángeles y Miguel. Allí organizaba, hasta que su salud se quebrantó tajantemente, las cacerías de las que han salido muchos de sus libros y que él siguió haciendo mientras pudo por las insistencias de sus hijos y nietos.
En esa ocasión era verano y él estaba rodeado de todos sus descendientes, en una atmósfera casi renacentista porque en su familia cada uno hace algo distinto, y todos lo cuentan con la alegría que ha mantenido el humor de Delibes, a pesar de sus pesadumbres, su melancolía y su escepticismo. En la sobremesa, Delibes reprodujo algunos comentarios literarios que ya había escrito, y que luego aparecieron de nuevo en España 1936-1950: muerte y resurrección de la novela; en esos comentarios sobre algunos de sus contemporáneos - por ejemplo, Cela y Ferlosio, dos caras de la moneda novelística española -, un solo trazo de periodista certero y descreído dejaba dicho lo que pensaba, y una sola frase para cada uno, de desdén y de admiración, respectivamente, reflejaba el aire de águila que tienen sus ojos de lector.
En aquel entonces ya decía lo que nos dijo otra vez ahora: "Soy un desastre, y los demás me ven como un desastre". Desdeñado por el cuerpo, él mismo se sentía entonces desdeñoso de la vida, de sus placeres, incluido el placer del futuro. Como ahora, cuando acaba de cumplir 87 años, "y se notan, cómo no se van a notar". Ahora ya no le levantan el ánimo ni las victorias del Valladolid, pero sigue preguntando, como cuando era un periodista magistral, a cuya sombra se hizo, por ejemplo, Manu Leguineche, que una vez dijo de él que era un árbol que siempre da sombra. Le alegró la vida, cómo no, esa galería de retratos que constituyen ahora las portadas de sus obras completas, pero cuando han ido a hacerle parabienes o a curarle ha dicho en voz alta: "No me dejan morirme en paz".
De lo último que hablamos, en persona, cuando estuvimos en su casa, fue de su propia estantería, de los libros que lee, de los libros ajenos; había leído, o estaba leyendo, los voluminosos diarios que Adolfo Bioy Casares dejó escritos sobre su larga convivencia con Jorge Luis Borges. ¿Y sus libros, Delibes, cuáles son los libros que usted prefiere de entre todos los que ha escrito? "Huy", fue su respuesta, en directo. Cuando le enviamos el cuestionario, pusimos esa curiosidad en primer término, un pórtico a una serie de preguntas cuya respuesta principal acaso sea ésta: "¿Puedo quejarme yo de soledad?". En un momento en el que la salud no le responde, esa pregunta propia suena ahora como un halagüeño resumen de su manera de contemplar los años pasados. Y su recuerdo, emocionante y vibrante, casi físico, fresco, de Ángeles convierte algunos párrafos de otras respuestas en una emocionante, retrospectiva y presente declaración de amor de Miguel Delibes.
Aquí el cuestionario y sus respuestas:
Imagínese ante una estantería de sus propios libros, y usted no es el autor, sino Miguel Delibes, un lector. ¿Por qué libro empezaría? No es fácil imaginarse una situación así, pero yo, como lector, suelo iniciarme con un autor por lo más corto que encuentre: en mi caso personal empezaría por Viejas historias de Castilla la Vieja. Y si me gustase, iría aumentando el volumen de mis lecturas respetando la cronología, aunque sin ningún rigor.
Hay una obra de soledad, 'Cinco horas con Mario'. ¿Cómo nace? Don Miguel, ¿la soledad se combate? ¿Sale uno victorioso, o la soledad ya es una vestimenta, va con nosotros a las fiestas y a las despedidas? Por de pronto, no hay que confundir la soledad con la falta de compañía. La primera la padezco como viudo fiel que he sido, pero no la segunda, ya que me siento muy arropado. Mis hijos están conmigo. Los vecinos me paran en la calle para preguntarme por la salud, el Ayuntamiento de mi ciudad pone mi nombre a lugares culturales notables. Mi familia y amigos se desviven por atenderme, me abastecen de la compañía que necesito. ¿Puedo quejarme yo de soledad?
¿Y qué hace la literatura para ayudarnos, la creación artística? ¿O cuando hay dolor ya se acabó todo, no nos ayuda ni Dios? A veces, Dios ayuda. Ayuda a mucha gente que lo reconoce así. Los evangelios de Cristo son estimulantes a este respecto. Cuando murió mi mujer, Dios me ayudó, sin duda. Tuve esta sensación durante varios años, hasta que logré salir del pozo.
¿Cómo cambia Dios, Delibes, a medida que pasa el tiempo? ¿Qué va siendo la fe? ¿Cambia Dios o cambian los creyentes su concepto de Dios? A un jesuita no le gustó nada cuando le dije que echaba en falta mi ciega fe de niño. Él prefería una fe más razonada y adulta. Mi opinión es que en este punto no nos es dado elegir. El ateo listo no menciona a Dios apenas, pero cuando lo hace es con un sutilísimo deje de superioridad, algo así como el del españolísimo desplante del Rey a Chávez, que me hizo reír tanto.
Usted escribió en 'Señora de rojo sobre fondo gris': "¿Más de media docena de personas en el mundo que merezcan ser amadas?". ¿Las hay, don Miguel? ¿Qué nos hace amar a la gente? Las hay, seguramente más. Y ¿por qué nos amamos? El tirón, tanto en el amor como en la amistad, es para mí un misterio.
Ése es un libro extraordinario, como una herida que se va abriendo a medida que avanza. Y hay un paralelismo entre su vida con su mujer, Ángeles, y las cosas que cuenta en la novela. ¿Es lícito que pensemos que la identidad es, salvo detalles narrativos, prácticamente total? En cierto sentido, porque total, lo que se dice total, no puede ser la identidad en un caso como éste.
Escribe usted en ese libro: "Entonces dije esa gran verdad de que, con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre del vivir". Y usted se preguntaba: "¿Puede decirse de alguien algo más hermoso?". En la vida real, cuando recogió el Cervantes, dijo algo similar de Ángeles. Un recuerdo impresionante. ¿Cómo lo vivió, cómo lo vive? Esa bella frase sobre mi mujer no es mía. Es de Julián Marías, que la dijo por primera vez en mi recepción en la Real Academia. Me dejó con un nudo en la garganta pensando: "Exactamente eso era ella".
Han aparecido sus obras completas, y en la portada aparecen ustedes dos, su novia y usted. ¿Qué memoria viene primero a su mente cuando vuelve a verse en unas fotografías así? De la foto de Ángeles quinceañera que abre mis obras completas volví a enamorarme cada vez que la veía. Así pasó este verano. Esperando que amaneciera para mirar su fotografía. Siempre fue bella, pero, cuando la conocí, era tan bonita, inteligente y atractiva que tenía alrededor un centenar de moscones. Yo tenía un par de años más que ella, pero nos enamoramos, en el 46 nos casamos y en el 73 la perdí. Eso duró mi historia sentimental.
Ella, en el libro, en la vida, era incapaz de rencores. Y cuenta que en la pareja (de la novela) ella hacía un gesto: se colocaba un hilo blanco en el dedo meñique para marcar sus enfados. ¿Era así? ¿Fue así en la vida real? ¿Cómo era esa relación, don Miguel? Lo del hilo en el dedo es rigurosamente cierto. Si el hilo se caía, olvidaba sus motivos de enojo. Me absolvía. Era todo cariño, tan lejos del rencor, que a veces no recordaba por qué se había atado el hilo en el dedo.
¿Qué nos hace querer a la gente? Su encanto, su entrega, su disponibilidad. ¡Sabe Dios! Después, cuando una persona entra en uno, se hace indispensable y no es fácil olvidarla.
Ese libro es también una narración sobre lo que el dolor o la incertidumbre hacen sobre el artista. La infelicidad lo interrumpe. ¿Le pasó a usted? ¿Cómo pudo dominar el dolor hasta volver a crear de nuevo, después de la muerte de Ángeles? El artista no sabe quién le empuja, cuál es su referencia, por qué escribe o por qué pinta, por qué razón dejaría de hacerlo. En mi caso estaba bastante claro. Yo escribía para ella. Y cuando faltó su juicio, me faltó la referencia. Dejé de hacerlo, dejé de escribir, y esta situación duró años. En ese tiempo pensé a veces que todo se había terminado.
Hace usted ahí una reflexión muy poderosa, que nos compete a todos: "Es algo que suele suceder con las muertes: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto las amabas, lo necesarios que te eran". Es un sentimiento de pérdida muy hondo. Como si el olvido fuera imposible. El amor llega a ser una costumbre y no reparamos en sus efectos. Por eso yo lamentaba no haberle dicho a tiempo cuánto la amaba y cuánto la necesitaba. Era un sentimiento de pérdida tan hondo que no me consolaba de haberlo silenciado.
En esta novela hay una insinuación sobre el carácter del ser humano, "sobre todo si es artista", demasiado pendiente de sí. Habrá visto muchos así. ¿Los tiene en la cabeza? ¿Cómo se ha relacionado usted con esa vanidad que cita? Siempre existe la vanidad en el artista, creo. A veces se muestra agresiva, absorbente. Nunca fue mi caso. La mía fue normalmente asimilada, controlada. Fuera del Premio Nadal, que me prendió fuerte, no recuerdo haber perdido pie por esta causa. Fui asimilando mi obra poco a poco.
No poderse replantear el pasado "es una de las limitaciones más crueles de la condición humana". De todos modos, uno se lo replantea. ¿Qué tacharía? No conduce a nada. Es una pregunta normal en las entrevistas, pero creo que no conduce a nada. Tachar, enmendar mentalmente ... ¿Para qué? Mis correcciones cuando he tenido que hacerlas han sido pequeñas, superficiales. A menudo, por mi gusto, habría vuelto a escribir la pieza entera. Pero eso no vale. Uno se queda a gusto o se queda frustrado. Es igual. El bien o el mal ya están hechos.
"La veía en el cuadro bella, grácil, desenvuelta...". Ahora está en el cuadro, y en esa novela. ¿Cómo la ve en la memoria? Muy próxima.
Ella decía: "En el peor de los casos, yo he sido feliz 48 años; hay quien no logra serlo 48 horas en toda una vida". Leonardo Sciascia decía que la felicidad era un instante. Hay un momento en que la felicidad es un recuerdo. ¿Qué recuerdo hay de la felicidad? La opinión de Sciascia no es una novedad. El estado de felicidad no existe en el hombre. Existen atisbos, instantes, aproximaciones, pero la felicidad termina en el momento en que empieza a manifestarse. Nunca llega a ser una situación continuada. Cuando no tienes nada, necesitas; cuando tienes algo, temes. Siempre es así. Total, que nunca se consigue.
Pesimista fue siempre: sobre la Tierra, sobre la naturaleza. ¿Se muere la Tierra, o simplemente está herida? Desgraciadamente, herida de gravedad. Su destino no podemos preverlo. Creo que aún está en nuestras manos salvarla, pero ¿nos vamos a poner de acuerdo para hacerlo? Estamos tan bien instalados en la abundancia que no es fácil convencer al vecino de que se sacrifique seriamente para impedir el calentamiento del planeta y hacerlo invisible para millones de personas. El momento es crucial para que el hombre nos dé la medida de su sensibilidad.
Me decía Emilio Lledó, cuando le conté que le iba a entrevistar: "Menciónale la palabra Fraga". ¿Le sigue soliviantando la palabra Fraga? Emilio vivía entonces [finales de los 60] en Valladolid [donde Delibes dirigía El Norte de Castilla], y conocía mis rifirrafes con Fraga, quien se obstinaba en proclamar que el pueblo en España era libre cuando nadie ignoraba que estábamos maniatados. Él y Juan Aparicio, maestro de censores, fueron para mí las nubes más negras de la negra etapa de la censura en España. Mis más penosos recuerdos de esta época fueron ellos: su persecución sistemática, su dureza... A los mayores tiranos siempre les gustó tener fama de liberadores.
Periodismo, un gran elemento de su biografía. ¿Cómo lo ve evolucionar? ¿Se sentiría cómodo en el periodismo que se hace hoy? Mire usted, yo estaba acostumbrado al mío, el periodismo de la linotipia, la teja y el chibalete, y el nuevo ha venido tan rápido que no me ha dado tiempo de asimilarlo. Lo veo como un invento reciente, y el mío, como una curiosidad medieval.
Hace treinta y pico de años pudo haber sido el director de EL PAÍS. ¿Se vio en algún momento haciéndolo? Así es, pero acabó prevaleciendo el buen sentido. Mi cabeza no asimilaba unos proyectos tan ambiciosos. Yo me conformaba con algo más abarcable, más pequeño, más familiar, que lo que Ortega me ofrecía tan generosamente. De manera que no acepté. Pero nunca tuve la sensación de haberme equivocado.
"No deseo más tiempo. Doy mi vida por vivida". Hay un momento en que dijo esto. ¿Cuándo lo sintió? ¿Cuándo piensa uno que lo ha hecho todo? No digo esto porque crea que ya lo he hecho todo en la vida, sino por el convencimiento de que ya no puedo hacer más. Se me ha saltado la cuerda como a los coches de los niños pequeños.
Hay un libro suyo de perfiles de contemporáneos suyos, 'Muerte y resurrección de la novela'¿Cuál sería su autorretrato, literario y vital, don Miguel? No saldría bien. Carecería de relieve o yo no acertaría a encontrarlo. Sería un retrato frío, aburrido, impersonal. Me cansa pensarme.
Ahora está rabioso, su salud es mala, el otoño se le ha echado encima como una mano que acelera la artritis. ¿Algo le alivia, le ayuda a sobrellevar la evidencia del dolor? Los potingues de farmacia, mis hijos, amigos, el deseo de anteponer la dignidad a la pura queja.
Genial. Pero siempre sobrio, al vivir y al escribir. Serio, aunque permanentemente enamorado. De Ángeles. Sus palabras suenan a despedida: "Ya no puedo hacer más".
Cuando llegamos a su casa estaba comenzando el otoño en Valladolid. Estaba sentado Miguel Delibes en su silla de siempre, debajo del retrato de su mujer, Ángeles, fallecida cuando era aún joven, en 1974. La señora de rojo sobre fondo gris. La mujer de su vida.
Después de la muerte de Ángeles, Delibes, que ya era un clásico vivo de la literatura española, sufrió un bache emocional. La presencia de ese cuadro sobre la cabeza de don Miguel evoca ese tiempo y la felicidad que los dos vivieron.
Durante años, esa ausencia era una presencia íntima y dolorosa, una herida de la que acaso le ayudó a salir un libro memorable, íntimo, casi secreto, Señora de rojo sobre fondo gris. "Don Miguel", le dijimos cuando le fuimos a ver para esta entrevista, "poca gente habla de ese libro, y es impresionante, tan íntimo, tan veraz". "Tendrán pudor", dijo.
Nosotros quisimos hablarle de ese libro; lo hicimos en persona, pero el maestro prefería hablar poco, y escribir, dar las respuestas por escrito. Estuvimos charlando con él un rato largo, para lo que él ahora acostumbra, cabreado con la vida, o mejor dicho, cabreado con la mala salud con la que le acompaña la vida. Cuando nos fuimos nos dijo: "Ya no me verás nunca mejor de como estoy ahora".
No, no está feliz con el tiempo que pasa, duerme mal, no tiene ganas de que el tiempo avance y le siga arrojando las interrogantes del dolor. A veces lo ha dicho: "Se me acabó el tiempo". En un periodo de otro dolor, cuando fue operado de una grave enfermedad, se pensó que acaso ya no escribiría más, y salió del trance con una novela extraordinaria, y extraordinariamente acogida, El hereje, cuyo pulso narrativo convirtió en una broma del maestro su aparente lejanía de la escritura.
Sobrio siempre, espartano, en el vivir y en la escritura, y en la expresión de sus sentimientos; ese mismo libro en el que quisimos centrar nuestra conversación por escrito es el reflejo del pudor casi quirúrgico con el que se enfrenta a la tristeza, que es algo hondo y privado; aun así, en esa hondura hay a veces, en el libro, y en Delibes, un destello, un detalle de humor que te desarma.
Lo tiene en la realidad, también, esa frase - "ya nunca me verás mejor que ahora"- sonaba en su despedida este principio de otoño en Valladolid como una de esas tarascadas que Mihura y Tono lanzaban a sus amigos cuando les iban a ver y ellos se sentían seriamente enfermos. Y él se siente seriamente enfermo; cuando dice eso, cuando se despide así, en su rostro aparece ese Delibes reconcentrado y serio que parece hecho de una sola piedra grande.
Antes de esta visita le habíamos visto por última vez hace unos años en Sedano (Burgos), que es casi un símbolo familiar de la felicidad con la que discurrió hasta el final la vida de Ángeles y Miguel. Allí organizaba, hasta que su salud se quebrantó tajantemente, las cacerías de las que han salido muchos de sus libros y que él siguió haciendo mientras pudo por las insistencias de sus hijos y nietos.
En esa ocasión era verano y él estaba rodeado de todos sus descendientes, en una atmósfera casi renacentista porque en su familia cada uno hace algo distinto, y todos lo cuentan con la alegría que ha mantenido el humor de Delibes, a pesar de sus pesadumbres, su melancolía y su escepticismo. En la sobremesa, Delibes reprodujo algunos comentarios literarios que ya había escrito, y que luego aparecieron de nuevo en España 1936-1950: muerte y resurrección de la novela; en esos comentarios sobre algunos de sus contemporáneos - por ejemplo, Cela y Ferlosio, dos caras de la moneda novelística española -, un solo trazo de periodista certero y descreído dejaba dicho lo que pensaba, y una sola frase para cada uno, de desdén y de admiración, respectivamente, reflejaba el aire de águila que tienen sus ojos de lector.
En aquel entonces ya decía lo que nos dijo otra vez ahora: "Soy un desastre, y los demás me ven como un desastre". Desdeñado por el cuerpo, él mismo se sentía entonces desdeñoso de la vida, de sus placeres, incluido el placer del futuro. Como ahora, cuando acaba de cumplir 87 años, "y se notan, cómo no se van a notar". Ahora ya no le levantan el ánimo ni las victorias del Valladolid, pero sigue preguntando, como cuando era un periodista magistral, a cuya sombra se hizo, por ejemplo, Manu Leguineche, que una vez dijo de él que era un árbol que siempre da sombra. Le alegró la vida, cómo no, esa galería de retratos que constituyen ahora las portadas de sus obras completas, pero cuando han ido a hacerle parabienes o a curarle ha dicho en voz alta: "No me dejan morirme en paz".
De lo último que hablamos, en persona, cuando estuvimos en su casa, fue de su propia estantería, de los libros que lee, de los libros ajenos; había leído, o estaba leyendo, los voluminosos diarios que Adolfo Bioy Casares dejó escritos sobre su larga convivencia con Jorge Luis Borges. ¿Y sus libros, Delibes, cuáles son los libros que usted prefiere de entre todos los que ha escrito? "Huy", fue su respuesta, en directo. Cuando le enviamos el cuestionario, pusimos esa curiosidad en primer término, un pórtico a una serie de preguntas cuya respuesta principal acaso sea ésta: "¿Puedo quejarme yo de soledad?". En un momento en el que la salud no le responde, esa pregunta propia suena ahora como un halagüeño resumen de su manera de contemplar los años pasados. Y su recuerdo, emocionante y vibrante, casi físico, fresco, de Ángeles convierte algunos párrafos de otras respuestas en una emocionante, retrospectiva y presente declaración de amor de Miguel Delibes.
Aquí el cuestionario y sus respuestas:
Imagínese ante una estantería de sus propios libros, y usted no es el autor, sino Miguel Delibes, un lector. ¿Por qué libro empezaría? No es fácil imaginarse una situación así, pero yo, como lector, suelo iniciarme con un autor por lo más corto que encuentre: en mi caso personal empezaría por Viejas historias de Castilla la Vieja. Y si me gustase, iría aumentando el volumen de mis lecturas respetando la cronología, aunque sin ningún rigor.
Hay una obra de soledad, 'Cinco horas con Mario'. ¿Cómo nace? Don Miguel, ¿la soledad se combate? ¿Sale uno victorioso, o la soledad ya es una vestimenta, va con nosotros a las fiestas y a las despedidas? Por de pronto, no hay que confundir la soledad con la falta de compañía. La primera la padezco como viudo fiel que he sido, pero no la segunda, ya que me siento muy arropado. Mis hijos están conmigo. Los vecinos me paran en la calle para preguntarme por la salud, el Ayuntamiento de mi ciudad pone mi nombre a lugares culturales notables. Mi familia y amigos se desviven por atenderme, me abastecen de la compañía que necesito. ¿Puedo quejarme yo de soledad?
¿Y qué hace la literatura para ayudarnos, la creación artística? ¿O cuando hay dolor ya se acabó todo, no nos ayuda ni Dios? A veces, Dios ayuda. Ayuda a mucha gente que lo reconoce así. Los evangelios de Cristo son estimulantes a este respecto. Cuando murió mi mujer, Dios me ayudó, sin duda. Tuve esta sensación durante varios años, hasta que logré salir del pozo.
¿Cómo cambia Dios, Delibes, a medida que pasa el tiempo? ¿Qué va siendo la fe? ¿Cambia Dios o cambian los creyentes su concepto de Dios? A un jesuita no le gustó nada cuando le dije que echaba en falta mi ciega fe de niño. Él prefería una fe más razonada y adulta. Mi opinión es que en este punto no nos es dado elegir. El ateo listo no menciona a Dios apenas, pero cuando lo hace es con un sutilísimo deje de superioridad, algo así como el del españolísimo desplante del Rey a Chávez, que me hizo reír tanto.
Usted escribió en 'Señora de rojo sobre fondo gris': "¿Más de media docena de personas en el mundo que merezcan ser amadas?". ¿Las hay, don Miguel? ¿Qué nos hace amar a la gente? Las hay, seguramente más. Y ¿por qué nos amamos? El tirón, tanto en el amor como en la amistad, es para mí un misterio.
Ése es un libro extraordinario, como una herida que se va abriendo a medida que avanza. Y hay un paralelismo entre su vida con su mujer, Ángeles, y las cosas que cuenta en la novela. ¿Es lícito que pensemos que la identidad es, salvo detalles narrativos, prácticamente total? En cierto sentido, porque total, lo que se dice total, no puede ser la identidad en un caso como éste.
Escribe usted en ese libro: "Entonces dije esa gran verdad de que, con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre del vivir". Y usted se preguntaba: "¿Puede decirse de alguien algo más hermoso?". En la vida real, cuando recogió el Cervantes, dijo algo similar de Ángeles. Un recuerdo impresionante. ¿Cómo lo vivió, cómo lo vive? Esa bella frase sobre mi mujer no es mía. Es de Julián Marías, que la dijo por primera vez en mi recepción en la Real Academia. Me dejó con un nudo en la garganta pensando: "Exactamente eso era ella".
Han aparecido sus obras completas, y en la portada aparecen ustedes dos, su novia y usted. ¿Qué memoria viene primero a su mente cuando vuelve a verse en unas fotografías así? De la foto de Ángeles quinceañera que abre mis obras completas volví a enamorarme cada vez que la veía. Así pasó este verano. Esperando que amaneciera para mirar su fotografía. Siempre fue bella, pero, cuando la conocí, era tan bonita, inteligente y atractiva que tenía alrededor un centenar de moscones. Yo tenía un par de años más que ella, pero nos enamoramos, en el 46 nos casamos y en el 73 la perdí. Eso duró mi historia sentimental.
Ella, en el libro, en la vida, era incapaz de rencores. Y cuenta que en la pareja (de la novela) ella hacía un gesto: se colocaba un hilo blanco en el dedo meñique para marcar sus enfados. ¿Era así? ¿Fue así en la vida real? ¿Cómo era esa relación, don Miguel? Lo del hilo en el dedo es rigurosamente cierto. Si el hilo se caía, olvidaba sus motivos de enojo. Me absolvía. Era todo cariño, tan lejos del rencor, que a veces no recordaba por qué se había atado el hilo en el dedo.
¿Qué nos hace querer a la gente? Su encanto, su entrega, su disponibilidad. ¡Sabe Dios! Después, cuando una persona entra en uno, se hace indispensable y no es fácil olvidarla.
Ese libro es también una narración sobre lo que el dolor o la incertidumbre hacen sobre el artista. La infelicidad lo interrumpe. ¿Le pasó a usted? ¿Cómo pudo dominar el dolor hasta volver a crear de nuevo, después de la muerte de Ángeles? El artista no sabe quién le empuja, cuál es su referencia, por qué escribe o por qué pinta, por qué razón dejaría de hacerlo. En mi caso estaba bastante claro. Yo escribía para ella. Y cuando faltó su juicio, me faltó la referencia. Dejé de hacerlo, dejé de escribir, y esta situación duró años. En ese tiempo pensé a veces que todo se había terminado.
Hace usted ahí una reflexión muy poderosa, que nos compete a todos: "Es algo que suele suceder con las muertes: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto las amabas, lo necesarios que te eran". Es un sentimiento de pérdida muy hondo. Como si el olvido fuera imposible. El amor llega a ser una costumbre y no reparamos en sus efectos. Por eso yo lamentaba no haberle dicho a tiempo cuánto la amaba y cuánto la necesitaba. Era un sentimiento de pérdida tan hondo que no me consolaba de haberlo silenciado.
En esta novela hay una insinuación sobre el carácter del ser humano, "sobre todo si es artista", demasiado pendiente de sí. Habrá visto muchos así. ¿Los tiene en la cabeza? ¿Cómo se ha relacionado usted con esa vanidad que cita? Siempre existe la vanidad en el artista, creo. A veces se muestra agresiva, absorbente. Nunca fue mi caso. La mía fue normalmente asimilada, controlada. Fuera del Premio Nadal, que me prendió fuerte, no recuerdo haber perdido pie por esta causa. Fui asimilando mi obra poco a poco.
No poderse replantear el pasado "es una de las limitaciones más crueles de la condición humana". De todos modos, uno se lo replantea. ¿Qué tacharía? No conduce a nada. Es una pregunta normal en las entrevistas, pero creo que no conduce a nada. Tachar, enmendar mentalmente ... ¿Para qué? Mis correcciones cuando he tenido que hacerlas han sido pequeñas, superficiales. A menudo, por mi gusto, habría vuelto a escribir la pieza entera. Pero eso no vale. Uno se queda a gusto o se queda frustrado. Es igual. El bien o el mal ya están hechos.
"La veía en el cuadro bella, grácil, desenvuelta...". Ahora está en el cuadro, y en esa novela. ¿Cómo la ve en la memoria? Muy próxima.
Ella decía: "En el peor de los casos, yo he sido feliz 48 años; hay quien no logra serlo 48 horas en toda una vida". Leonardo Sciascia decía que la felicidad era un instante. Hay un momento en que la felicidad es un recuerdo. ¿Qué recuerdo hay de la felicidad? La opinión de Sciascia no es una novedad. El estado de felicidad no existe en el hombre. Existen atisbos, instantes, aproximaciones, pero la felicidad termina en el momento en que empieza a manifestarse. Nunca llega a ser una situación continuada. Cuando no tienes nada, necesitas; cuando tienes algo, temes. Siempre es así. Total, que nunca se consigue.
Pesimista fue siempre: sobre la Tierra, sobre la naturaleza. ¿Se muere la Tierra, o simplemente está herida? Desgraciadamente, herida de gravedad. Su destino no podemos preverlo. Creo que aún está en nuestras manos salvarla, pero ¿nos vamos a poner de acuerdo para hacerlo? Estamos tan bien instalados en la abundancia que no es fácil convencer al vecino de que se sacrifique seriamente para impedir el calentamiento del planeta y hacerlo invisible para millones de personas. El momento es crucial para que el hombre nos dé la medida de su sensibilidad.
Me decía Emilio Lledó, cuando le conté que le iba a entrevistar: "Menciónale la palabra Fraga". ¿Le sigue soliviantando la palabra Fraga? Emilio vivía entonces [finales de los 60] en Valladolid [donde Delibes dirigía El Norte de Castilla], y conocía mis rifirrafes con Fraga, quien se obstinaba en proclamar que el pueblo en España era libre cuando nadie ignoraba que estábamos maniatados. Él y Juan Aparicio, maestro de censores, fueron para mí las nubes más negras de la negra etapa de la censura en España. Mis más penosos recuerdos de esta época fueron ellos: su persecución sistemática, su dureza... A los mayores tiranos siempre les gustó tener fama de liberadores.
Periodismo, un gran elemento de su biografía. ¿Cómo lo ve evolucionar? ¿Se sentiría cómodo en el periodismo que se hace hoy? Mire usted, yo estaba acostumbrado al mío, el periodismo de la linotipia, la teja y el chibalete, y el nuevo ha venido tan rápido que no me ha dado tiempo de asimilarlo. Lo veo como un invento reciente, y el mío, como una curiosidad medieval.
Hace treinta y pico de años pudo haber sido el director de EL PAÍS. ¿Se vio en algún momento haciéndolo? Así es, pero acabó prevaleciendo el buen sentido. Mi cabeza no asimilaba unos proyectos tan ambiciosos. Yo me conformaba con algo más abarcable, más pequeño, más familiar, que lo que Ortega me ofrecía tan generosamente. De manera que no acepté. Pero nunca tuve la sensación de haberme equivocado.
"No deseo más tiempo. Doy mi vida por vivida". Hay un momento en que dijo esto. ¿Cuándo lo sintió? ¿Cuándo piensa uno que lo ha hecho todo? No digo esto porque crea que ya lo he hecho todo en la vida, sino por el convencimiento de que ya no puedo hacer más. Se me ha saltado la cuerda como a los coches de los niños pequeños.
Hay un libro suyo de perfiles de contemporáneos suyos, 'Muerte y resurrección de la novela'¿Cuál sería su autorretrato, literario y vital, don Miguel? No saldría bien. Carecería de relieve o yo no acertaría a encontrarlo. Sería un retrato frío, aburrido, impersonal. Me cansa pensarme.
Ahora está rabioso, su salud es mala, el otoño se le ha echado encima como una mano que acelera la artritis. ¿Algo le alivia, le ayuda a sobrellevar la evidencia del dolor? Los potingues de farmacia, mis hijos, amigos, el deseo de anteponer la dignidad a la pura queja.
miércoles, 5 de diciembre de 2007
Libertad lingüística
Por Andoni Unzalu Garaigordobil. Más argumentos para el turbio debate sobre la convivencia del castellano y las lenguas vernáculas, aquí en el caso vasco. Publicado en El Correo el 5 de diciembre de 2007.
Hablar sobre el euskara sigue siendo entre nosotros problemático porque lo hemos convertido en algo tabú. Existen unas tesis oficiales que monopolizan lo políticamente correcto, y cualquier discrepancia lanza al crítico al terreno de los enemigos del euskara. Esto hace que las opiniones reales de los grupos o personas de Euskadi no tengan una representación pública proporcional. Bueno será por tanto aclarar algunas cosas: yo no estoy en contra del euskara, todo lo contrario, llevo muchos años reivindicándolo y soy defensor de su fomento y de medidas de discriminación positiva.
Y ahora que celebramos el 25 aniversario de la aprobación de la ley del euskara, es buena oportunidad para plantear un debate franco y sin prejuicios. El entonces consejero, utilizando eufemismos muy escogidos, manifestó que toda política lingüística requería necesariamente de «presión» y que crearía asimismo «incomodidades» a los ciudadanos. Dicho esto sin más, seguramente todos convendremos que es verdad, aunque tendremos que debatir cuáles son las presiones legítimas y hasta qué punto los ciudadanos deben asumir las incomodidades. Pero, sobre todo, debemos aclarar a qué nos autoriza, y en qué casos, el hecho de meter presión y crear incomodidades.
Grosso modo, la ley persigue dos objetivos diferentes. Uno, reconocer a todos los ciudadanos derechos lingüísticos, es verdad que hace hincapié casi exclusivo en los derechos de uso del euskara, aunque mantiene la salvaguarda de que «nadie puede ser discriminado por razón de lengua». Y el otro objetivo sería impulsar medidas para el fomento del uso del euskara. Son dos cuestiones totalmente diferentes y que deben ser analizados de forma separada.
Existe la tendencia generalizada de considerar el uso del euskara como un derecho absoluto. Lo primero que hay que decir es que el uso del euskara es una opción amparada por el principio de libertad lingüística, lo mismo que pertenecer a un sindicato en concreto es una opción amparada por la libertad sindical, pero que no puede devenir en una obligación colectiva, como algunas opiniones manifiestan. Lo segundo que hay que decir es que la libertad lingüística debe materializarse conjuntamente con otros derechos reconocidos en nuestra legislación, es decir, que el derecho a usar el euskara es un derecho entre otros derechos. El sentido común nos informará, sin duda, de que la aplicación simultánea como valores absolutos de todos los derechos no es posible y que la aplicación concreta de cada uno deberá respetar las limitaciones impuestas por la no agresión a otros derechos y la proporcionalidad de los medios. Aunque la declaración de un derecho sea genérica, su aplicación concreta tiene necesariamente limitaciones y restricciones. Si, pongamos por caso, en Dima sólo hay un padre que pide ejercitar su opción de escolarizar en castellano a su hijo (derecho que también reconoce esta ley), seguramente le tendremos que responder que en Dima no va a poder ser, que tendrá que ir a Igorre o Galdakao. Si alguien nos dice que tiene derecho a ser funcionario le diremos que sí, pero que el acceso a la función pública debe ser respetando la igualdad de oportunidades y la libre concurrencia de todos los ciudadanos. Quiero con esto decir que, por ejemplo, si alguien dice que la ley reconoce el derecho de que siempre y en cualquier circunstancia debe haber un funcionario que le atienda personalmente en euskara, está haciendo una interpretación desmedida de la norma. Resumiendo, la ley reconoce la opción de los ciudadanos a relacionarse con la Administración en euskara, y por tanto impone a los poderes públicos la obligación de que, de forma razonable y con el menor perjuicio de otros derechos, los ciudadanos puedan materializar esta opción. Y aquí nos encontramos con un asunto problemático pero del que tenemos que hablar con franqueza: el acceso a la función pública.
El que sea problemático no nos debe asustar, porque cuando tenemos que conjugar varios derechos diferentes, necesariamente surgirán problemas. La posibilidad de usar el euskara en la Administración tiene para los euskaldunes una carga simbólica muy importante, cosa que debemos comprender y respetar, pero asimismo es necesario respetar la igualdad de oportunidades y el que nadie sea discriminado por razón de lengua. Y me reconocerán que el restringir el acceso a los que no saben euskara, alguna discriminación por razón de lengua supone. Éste es un tema especialmente conflictivo porque la Administración pública vasca, con sus 100.000 puestos, es el mayor nicho de empleos de calidad, y esta oferta está financiada por todos los ciudadanos sin distinción. Y entramos en colisión con uno de los principios más básicos y mejor interiorizados en las sociedades democráticas: la igualdad de oportunidades; todos somos iguales, todos debemos tener las mismas opciones en libre concurrencia.. Para buscar algo de luz deberíamos hacernos la siguiente pregunta: ¿Qué persiguen las medidas de euskaldunización de la Administración? El objetivo fundamental de estas medidas no es el fomento, sino posibilitar que los ciudadanos que lo deseen puedan optar por el uso del euskara en sus relaciones con la Administración (no incluyo aquí al sistema de educación, que es un tema más complejo). Por tanto, toda medida que se adopte debe justificar que persigue este objetivo y no otro. Por ello toda medida que regule el acceso a la Administración deberá examinar dos cosas: que restrinja lo menos posible la igualdad de oportunidades y que el objetivo de la norma sea garantizar de forma razonable a los usuarios la opción de utilizar el euskara. El objetivo, por tanto, no es euskaldunizar la Administración sino atender en euskara a los usuarios que así lo soliciten.
Otra cosa diferente son las medidas para el fomento del uso del euskara. Hay que aclarar que el fomento en sí no es ningún derecho, sino la opción concreta de los poderes públicos. En este sentido, la Administración vasca no es neutra con respecto al euskara, y así se reconoce en la ley que comentamos, debe decididamente apoyar y adoptar las medidas adecuadas para el fomento del uso del euskara. Pero esta posición a favor del euskara no se fundamenta en ningún derecho, sino en un mandato popular. La Administración vasca debe apoyar con medidas de discriminación positiva al euskara porque la mayoría de los ciudadanos de Euskadi así lo solicita, no porque haya un derecho especial.
Con este artículo no pretendo criticar o analizar las políticas concretas que ha desarrollado la Administración vasca estos años sino, más bien, definir el marco general en el que tenemos que plantear el debate, aunque quisiera terminar con dos apreciaciones personales. Una, que el futuro de una lengua siempre es el resultado de la suma de decisiones individuales de los hablantes, no de las medidas burocráticas que adopte la Administración. Y dos, tengo la impresión de que en las políticas aplicadas hasta la fecha se ha primado de forma desproporcionada el carácter normativo y, en cambio, ha existido cierta dejadez en las medidas de fomento. Dicho de otra manera, frente a los que manifiestan que se ha derrochado dinero a favor del euskara soy de la opinión de que la desmesura ha sido en la publicación de normas restrictivas, pero que mucho dinero no se ha gastado, probablemente se debería gastar bastante más en medidas de fomento, aunque seguramente de forma diferente.
Hablar sobre el euskara sigue siendo entre nosotros problemático porque lo hemos convertido en algo tabú. Existen unas tesis oficiales que monopolizan lo políticamente correcto, y cualquier discrepancia lanza al crítico al terreno de los enemigos del euskara. Esto hace que las opiniones reales de los grupos o personas de Euskadi no tengan una representación pública proporcional. Bueno será por tanto aclarar algunas cosas: yo no estoy en contra del euskara, todo lo contrario, llevo muchos años reivindicándolo y soy defensor de su fomento y de medidas de discriminación positiva.
Y ahora que celebramos el 25 aniversario de la aprobación de la ley del euskara, es buena oportunidad para plantear un debate franco y sin prejuicios. El entonces consejero, utilizando eufemismos muy escogidos, manifestó que toda política lingüística requería necesariamente de «presión» y que crearía asimismo «incomodidades» a los ciudadanos. Dicho esto sin más, seguramente todos convendremos que es verdad, aunque tendremos que debatir cuáles son las presiones legítimas y hasta qué punto los ciudadanos deben asumir las incomodidades. Pero, sobre todo, debemos aclarar a qué nos autoriza, y en qué casos, el hecho de meter presión y crear incomodidades.
Grosso modo, la ley persigue dos objetivos diferentes. Uno, reconocer a todos los ciudadanos derechos lingüísticos, es verdad que hace hincapié casi exclusivo en los derechos de uso del euskara, aunque mantiene la salvaguarda de que «nadie puede ser discriminado por razón de lengua». Y el otro objetivo sería impulsar medidas para el fomento del uso del euskara. Son dos cuestiones totalmente diferentes y que deben ser analizados de forma separada.
Existe la tendencia generalizada de considerar el uso del euskara como un derecho absoluto. Lo primero que hay que decir es que el uso del euskara es una opción amparada por el principio de libertad lingüística, lo mismo que pertenecer a un sindicato en concreto es una opción amparada por la libertad sindical, pero que no puede devenir en una obligación colectiva, como algunas opiniones manifiestan. Lo segundo que hay que decir es que la libertad lingüística debe materializarse conjuntamente con otros derechos reconocidos en nuestra legislación, es decir, que el derecho a usar el euskara es un derecho entre otros derechos. El sentido común nos informará, sin duda, de que la aplicación simultánea como valores absolutos de todos los derechos no es posible y que la aplicación concreta de cada uno deberá respetar las limitaciones impuestas por la no agresión a otros derechos y la proporcionalidad de los medios. Aunque la declaración de un derecho sea genérica, su aplicación concreta tiene necesariamente limitaciones y restricciones. Si, pongamos por caso, en Dima sólo hay un padre que pide ejercitar su opción de escolarizar en castellano a su hijo (derecho que también reconoce esta ley), seguramente le tendremos que responder que en Dima no va a poder ser, que tendrá que ir a Igorre o Galdakao. Si alguien nos dice que tiene derecho a ser funcionario le diremos que sí, pero que el acceso a la función pública debe ser respetando la igualdad de oportunidades y la libre concurrencia de todos los ciudadanos. Quiero con esto decir que, por ejemplo, si alguien dice que la ley reconoce el derecho de que siempre y en cualquier circunstancia debe haber un funcionario que le atienda personalmente en euskara, está haciendo una interpretación desmedida de la norma. Resumiendo, la ley reconoce la opción de los ciudadanos a relacionarse con la Administración en euskara, y por tanto impone a los poderes públicos la obligación de que, de forma razonable y con el menor perjuicio de otros derechos, los ciudadanos puedan materializar esta opción. Y aquí nos encontramos con un asunto problemático pero del que tenemos que hablar con franqueza: el acceso a la función pública.
El que sea problemático no nos debe asustar, porque cuando tenemos que conjugar varios derechos diferentes, necesariamente surgirán problemas. La posibilidad de usar el euskara en la Administración tiene para los euskaldunes una carga simbólica muy importante, cosa que debemos comprender y respetar, pero asimismo es necesario respetar la igualdad de oportunidades y el que nadie sea discriminado por razón de lengua. Y me reconocerán que el restringir el acceso a los que no saben euskara, alguna discriminación por razón de lengua supone. Éste es un tema especialmente conflictivo porque la Administración pública vasca, con sus 100.000 puestos, es el mayor nicho de empleos de calidad, y esta oferta está financiada por todos los ciudadanos sin distinción. Y entramos en colisión con uno de los principios más básicos y mejor interiorizados en las sociedades democráticas: la igualdad de oportunidades; todos somos iguales, todos debemos tener las mismas opciones en libre concurrencia.. Para buscar algo de luz deberíamos hacernos la siguiente pregunta: ¿Qué persiguen las medidas de euskaldunización de la Administración? El objetivo fundamental de estas medidas no es el fomento, sino posibilitar que los ciudadanos que lo deseen puedan optar por el uso del euskara en sus relaciones con la Administración (no incluyo aquí al sistema de educación, que es un tema más complejo). Por tanto, toda medida que se adopte debe justificar que persigue este objetivo y no otro. Por ello toda medida que regule el acceso a la Administración deberá examinar dos cosas: que restrinja lo menos posible la igualdad de oportunidades y que el objetivo de la norma sea garantizar de forma razonable a los usuarios la opción de utilizar el euskara. El objetivo, por tanto, no es euskaldunizar la Administración sino atender en euskara a los usuarios que así lo soliciten.
Otra cosa diferente son las medidas para el fomento del uso del euskara. Hay que aclarar que el fomento en sí no es ningún derecho, sino la opción concreta de los poderes públicos. En este sentido, la Administración vasca no es neutra con respecto al euskara, y así se reconoce en la ley que comentamos, debe decididamente apoyar y adoptar las medidas adecuadas para el fomento del uso del euskara. Pero esta posición a favor del euskara no se fundamenta en ningún derecho, sino en un mandato popular. La Administración vasca debe apoyar con medidas de discriminación positiva al euskara porque la mayoría de los ciudadanos de Euskadi así lo solicita, no porque haya un derecho especial.
Con este artículo no pretendo criticar o analizar las políticas concretas que ha desarrollado la Administración vasca estos años sino, más bien, definir el marco general en el que tenemos que plantear el debate, aunque quisiera terminar con dos apreciaciones personales. Una, que el futuro de una lengua siempre es el resultado de la suma de decisiones individuales de los hablantes, no de las medidas burocráticas que adopte la Administración. Y dos, tengo la impresión de que en las políticas aplicadas hasta la fecha se ha primado de forma desproporcionada el carácter normativo y, en cambio, ha existido cierta dejadez en las medidas de fomento. Dicho de otra manera, frente a los que manifiestan que se ha derrochado dinero a favor del euskara soy de la opinión de que la desmesura ha sido en la publicación de normas restrictivas, pero que mucho dinero no se ha gastado, probablemente se debería gastar bastante más en medidas de fomento, aunque seguramente de forma diferente.
miércoles, 28 de noviembre de 2007
«Tècnicament, el millor periodista d’Espanya és Pedro J. Ramírez»: Entrevista a Enric González
Por Natàlia Araguàs y Sebastián Scarso. Una interesantísima pieza, más para el debate que para el acuerdo, en la que el entrevistado se expresa con desacostumbrada sinceridad sobre algunos problemas del periodismo. Publicado en el portal Comunicació21, sin datar.
Després de vint anys amb adreça estrangera, Enric González prepara un altre cop les maletes, en aquesta ocasió per deixar-les reposar a Barcelona. Corresponsal d’El País a Londres, Nova York, Washington i Roma, el periodista abandonarà aquest últim destí amb l’entrada de l’any per escriure al seu diari de sempre des d’una nova ciutat, que per variar serà la seva. Bon narrador, també oral, l’autor d’Historias de Londres, Historias de Nueva York i Historias del Calcio va tenir la gentilesa d'atendre a aquest portal passades les nou de la nit, en acabar la seva conferència dins del cicle Experiència de periodista, que organitza el Col·legi.
Ha estat a Londres, Nova York, Roma… es planteja deixar la feina de corresponsal?
Sí. El problema d’estar fora tan de temps acaba sent familiar i personal. Jo ara porto quasi 20 anys a l’estranger, veus menys els amics, els familiars es fan grans, comencen a tenir problemes… i penses que val la pena tornar. Tornaré al gener o al febrer, però no crec que la meva feina canviï substancialment.
A Barcelona o a Madrid?
A treballar a Madrid, a viure a Barcelona.
Ja té clar què farà?
Teòricament sí: escriuré columnes, comentaris i aquestes coses que et deixen fer quan ets perillosament gran. No sé encara sobre què, però el diari em proporcionarà un espai cada dia i ja veurem, aquest és un ofici poc indicat per fer grans plans. Excepte que vulguis prosperar per la via de ser jefe, que és la més convencional. Aleshores passa com en tot, has de fer les coses necessàries per ser-ho. De periodista, no sé exactament què has de fer, és un procés d’eliminació, vas tirant. Cada dia decideixes deixar-ho. Jo sóc una mica ciclotímic però em consta que no sóc l’únic, conec bastanta gent que arriba a casa per la nit i diu: fins aquí hem arribat.
No tornarà com a cap, doncs, vol mantenir-se escrivint.
Sí. Cada cop més, si et fas jefe has de valorar les necessitats de l’empresa. Abans no passava tant perquè les empreses periodístiques no aspiraven a guanyar tants diners, la idea era no perdre'n molts. Ara ser jefe t’implica en un procés perfectament legítim de producció de quelcom que has de vendre, intervenen factors aliens a la informació… No m’interessa.
Recordo una entrevista que li vaig fer a Milagros Pérez-Oliva, que deia que el drama del periodisme era precisament que, perquè et pugin el sou, l’única via és anar ascendint en l’escalafó Això és un drama històric perquè mata periodistes.
Jo he tingut de cap a la Mila i em semblava una pèrdua de temps perquè, com que és bona, havia de fer de periodista. Si no, participes en un procés industrial molt avorrit. Hi ha jefes collonuts, però s’ha de tenir una vocació determinada que no tots tenim.
Vostè ha exercit el periodisme en múltiples ciutats. De totes on ha estat, on el troba millor?
Aquesta és una pregunta punyetera. En aquest ofici hi ha dos components, molt importants però totalment separats. Un és la tècnica i l’altre l’honestedat. El periodista ideal té ambdues. Després hi ha gent tècnicament formidable però no necessàriament honesta. El millor periodista tècnic d’Espanya és Pedro J. Ramírez, no faig comentaris sobre l’altre aspecte…
Per què ho creu?
Això no es pot explicar, has de veure com funciona. És enganxar un títol a la primera, saber què interessa, provocar debats, conèixer a fons el negoci… és un talent. Saber produir un mitjà de firma: això ho fan només els grans directors. Un diari que ets tu, perquè tothom et mira. Es dóna poques vegades i requereix una tècnica extraordinària. Hi ha gent molt honesta però amb un tècnica limitada, que jo valoro molt perquè crec que ser honest és almenys igual d’important. Tornant a la teva pregunta, tècnicament els millors són els britànics, no hi ha rival possible. Si mirem el conjunt, preferiria algun diari nord-americà. El Washington Post fa compatibles les dues facetes bastant bé.
En el cas dels britànics hi ha una varietat de premsa formidable, et trobes des de The Guardian als tabloides. Aquests també són bons?
Boníssims. La gent millor pagada és la gent del The Sun. Treu una senyoreta ensenyant les tetes a la pàgina 3 però els periodistes són boníssims i el que fan és molt difícil. Volem això? Potser no, però és el que més ven i té un gran mèrit. Si vols saber quan passa quelcom important a la política britànica, mira't The Sun: el senyor que porta la secció és el millor. Ara, escriu un cop cada dos mesos perquè una portada de política al The Sun vol dir que la cosa està molt greu. Jo prefereixo The Guardian.
I a Espanya, s’està vivint un canvi de model? Fa la sensació que alguns mitjans, com El Mundo, estan trencant unes regles del joc que fins ara tothom donava per sobreenteses i les seves pràctiques intoxiquen la resta de la premsa, també El País…
No és una fase tan nova. Tornem al principi, abans els diaris no aspiraven a guanyar diners perquè pensaven que la influència, no tan política com social, era la recompensa. Els diners venien d’altres vies: hi havia el diari dels cotoners, el dels Godó… Ara el mercat és molt competitiu i això provoca una crisi d’identitat. Ningú sap exactament què vol fer, altra cosa són les declaracions de principis. El diari on treballo, El País, té unes declaracions de principis que jo sempre firmo, el resultat concret no sempre. I en efecte, hi ha una intoxicació d’elements comercials, que es produeix no tant per vendre més com per no saber què vol dir vendre informació. Els límits són confosos. Debats similars s’estan produint arreu del món, no només a Espanya. Fins on podem arribar, rebaixar-nos, vulnerar el dret a la intimitat, que és exactament la veritat. Moltes vegades t’ho preguntes sobretot quan tens una bona història i l’agafes molt de prop. No a mitja distància: quan més ho toques i més ho remenes, més complicat.
Quins límits posa vostè? Suposo que és una mica de casuística…
Absolutament, si vols parlem del sexe dels àngels. Jo sóc més aviat estricte, abans ho parlàvem amb el Martí [José Martí i Gómez]: la intimitat és inviolable si no és que la persona afectada te la ven, aleshores es replanteja tot. Excepte que estiguis tocant una qüestió d’emergència nacional, o diguem social perquè això de les nacions és confús, la intimitat és sagrada, tot s’ha de comprovar extremadament bé i un periodista mai no és jutge de res. Això és una temptació freqüent: jo sé i determino què és bo i què és dolent. No, és molt delicat. Primer comprova-ho tot i quan ho tinguis, sigues prudent.
Això què ha dit abans en la xerrada, que el periodisme d’investigació es redueix en un 90% dels casos a una trucada d’un partit o d’una empresa…
En un 90% no, en un 99%. El periodisme d’investigació és molt car i poc satisfactori. Un periodista pot treure una, dues històries en la seva vida, tres si és boníssim. Això vol dir una cada quinze anys. La resta del temps burxa i publica trossos de realitat, més o menys rellevants, però no grans històries. Això condemna la pràctica. El periodista d’investigació més famós, Seymour Hersh, un tio extremadament antipàtic. Ha tret tres o quatre històries a la seva vida, importantíssimes. Això justifica qualsevol existència, una sola ja l’hauria justificat. La de My Lai, però ha tret també Abu Grahib i alguna altra. Però és només un, treballa per mitjans que li proporcionen recursos i temps il·limitats, en un idioma universal com és l’anglès. Els altres juguem tots en altra divisió. El problema d’investigar és que trobes realitat, no notícies, realitat, que és molt difícil de bolcar en un mitjà…
Però en teoria estan per això, no?
No, no. El que nosaltres diem notícies és un incident en general aïllat que es produeix en un context molt determinat. Una decisió d’un govern, d’una empresa… Això no és realitat. La realitat no té principi ni final, és com un discurs, afecta les vides de la gent i és molt més difícil d’emmarcar, escriure i vendre. Si tu dius “al My Lai uns soldats americans van massacrar població civil vietnamita”. Qui t’ho confirma? Només la gent que hi va participar. El cabrón de Seymour Hersh va haver de parlar durant mesos, anys, amb aquesta gent i acabar entenent per què va passar. El dia que ho escrius ja estàs desanimat, perquè has tocat realitat, vides de gent, que no està boja, que no són psicòpates perduts. Són soldats que estaven allà i després d’un procés d’alienació bastant intens acaben massacrant població civil. Et col•loques en un altre context en el qual és fàcil perdre l’oremus.
Ha tingut alguna vegada la sensació de tenir entre les mans tret un tema d’aquests?
Sí, a petita escala. Exemples. Quan estava a París, vaig conèixer una persona que havia matat una altra a una mesquita de Madrid. El buscava la policia espanyola i finalment va sortir al diari, el van extradir, està a la presó. Tampoc se’t queda un cos molt així, què vols que et digui. Quan t’acostes excessivament, la realitat té molts matisos. Penses, què he sol•lucionat jo ara? Hi ha ocasions netes, Nixon, Watergate, fantàstic. La majoria de les vegades toques vides humanes. Un altre cop, una central nuclear al País Basc que es diu Lemóniz i que està parada per un problema amb ETA. Vaig aconseguir introduir-m'hi i parlar amb la gent. Van fer dimitir el governador civil. I penses, quina culpa tindrà aquest pringat, que no és responsable de la situació que s’ha creat? Que els guàrdies civils feien surf? Sí, clar. I què havien de fer? Estaven vigilant una central nuclear aturada des de feia anys que mai es posaria en marxa, estaven avorrits, sense veure la dona. Què feien? Drogar-se i fer surf. Què hauries fet tu? Van despatxar a tothom.
Volia preguntar també sobre la guerra del futbol, que abans Martí i Gómez us ha fet de para-xocs a vostè i a Cristina Villanueva. Com està afectant la línia editorial d’El País?
A veure. Un: jo no sé perquè la gent llegeix editorials. Peces anònimes, que no les firma ningú, jo no els dono cap mena de credibilitat. Dos: la guerra del futbol és una mostra més d’una pràctica comercial molt antiga, arruïnem el contrincant, gastem el que sigui i després algú pagarà el nostre deute. Ho va fer Prisa amb Telefònica i ara ho fa Mediapro amb Prisa. Als periodistes no ens haurien d’interessar assumptes d’aquesta mena. Tercer: qui és creu que els mitjans són neutres, feliç sigui ell. No hi ha cap que estigui al marge de la realitat empresarial, cap. Això del futbol és un epifenomen, n’hi hagut moltíssims i més que n’hi haurà. I sí influeix, però la gent també sap que en ocasions el mitjà fa determinades coses per interessos empresarials.
L’altre dia va haver-hi el cas de l’editorial del Che, els periodistes d’El País van publicar una nota en contra.
Sí, poques vegades he estat tan content de treballar a El País com aquell dia. El fet que es publiqui aquell anònim insensat i una redacció tingui el dret de recollir firmes i publicar una noteta que digui que no està d’acord és l’hòstia, si tu treballes en aquest negoci ho deus saber. No estem morts encara.
Però era la primera vegada que passava.
L’aplicació d’aquest article de l’estatut, sí. Hem vist editorials infames, penses, ells sabran, a veure qui s’ho creu, etcètera. Però en aquest cas van tocar un punt sensible. La redacció d’El País toca molt de peus a terra: és d’edat mitjana-elevada, té els seus salaris notables i les seves hipoteques. Ara, el que no es pot fer és treure les coses de context. Carles I va ser un criminal de guerra. A veure, estem parlant del segle XVI. Dels anys 60, en el cas del Che. El que va emprenyar la redacció va ser també com era de tècnicament dolent l’editorial, es pot dir igualment allò ben dit. Mirem i valorem tot i decidim que el Che és un personatge negatiu. D'acord. Però si no pots resistir una injustícia violenta i flagrant, vol dir que ni la resistència francesa, ni els partisans… si els nazis envaïen el teu país, tu conforme. Estic molt content que hagi passat això i s’hagi fet aquella noteta tan mal redactada.
Sí, la veritat.
Sí, curiosament la persona que la va fer és un esplèndid redactor. El problema és escriure-ho en comitè, acabes dissenyant el cavall que és un camell. “Mete aquí probablemente, mete no sé que…” i et queda aquella parida. Però el gest va ser bonic.
I perquè en aquell moment precís, El País agafa una figura com la del Che, emblemàtica per les esquerres, i la treu a relluir?
Probablement, imagino, la societat propietària d’El País, com d’altres, creu que una determinada època s’ha superat i que el seu cos redaccional està massa ancorat en aquesta determinada època, la transició. I pren una decisió que en el fons és una provocació, per als lectors i la redacció.
Després de vint anys amb adreça estrangera, Enric González prepara un altre cop les maletes, en aquesta ocasió per deixar-les reposar a Barcelona. Corresponsal d’El País a Londres, Nova York, Washington i Roma, el periodista abandonarà aquest últim destí amb l’entrada de l’any per escriure al seu diari de sempre des d’una nova ciutat, que per variar serà la seva. Bon narrador, també oral, l’autor d’Historias de Londres, Historias de Nueva York i Historias del Calcio va tenir la gentilesa d'atendre a aquest portal passades les nou de la nit, en acabar la seva conferència dins del cicle Experiència de periodista, que organitza el Col·legi.
Ha estat a Londres, Nova York, Roma… es planteja deixar la feina de corresponsal?
Sí. El problema d’estar fora tan de temps acaba sent familiar i personal. Jo ara porto quasi 20 anys a l’estranger, veus menys els amics, els familiars es fan grans, comencen a tenir problemes… i penses que val la pena tornar. Tornaré al gener o al febrer, però no crec que la meva feina canviï substancialment.
A Barcelona o a Madrid?
A treballar a Madrid, a viure a Barcelona.
Ja té clar què farà?
Teòricament sí: escriuré columnes, comentaris i aquestes coses que et deixen fer quan ets perillosament gran. No sé encara sobre què, però el diari em proporcionarà un espai cada dia i ja veurem, aquest és un ofici poc indicat per fer grans plans. Excepte que vulguis prosperar per la via de ser jefe, que és la més convencional. Aleshores passa com en tot, has de fer les coses necessàries per ser-ho. De periodista, no sé exactament què has de fer, és un procés d’eliminació, vas tirant. Cada dia decideixes deixar-ho. Jo sóc una mica ciclotímic però em consta que no sóc l’únic, conec bastanta gent que arriba a casa per la nit i diu: fins aquí hem arribat.
No tornarà com a cap, doncs, vol mantenir-se escrivint.
Sí. Cada cop més, si et fas jefe has de valorar les necessitats de l’empresa. Abans no passava tant perquè les empreses periodístiques no aspiraven a guanyar tants diners, la idea era no perdre'n molts. Ara ser jefe t’implica en un procés perfectament legítim de producció de quelcom que has de vendre, intervenen factors aliens a la informació… No m’interessa.
Recordo una entrevista que li vaig fer a Milagros Pérez-Oliva, que deia que el drama del periodisme era precisament que, perquè et pugin el sou, l’única via és anar ascendint en l’escalafó Això és un drama històric perquè mata periodistes.
Jo he tingut de cap a la Mila i em semblava una pèrdua de temps perquè, com que és bona, havia de fer de periodista. Si no, participes en un procés industrial molt avorrit. Hi ha jefes collonuts, però s’ha de tenir una vocació determinada que no tots tenim.
Vostè ha exercit el periodisme en múltiples ciutats. De totes on ha estat, on el troba millor?
Aquesta és una pregunta punyetera. En aquest ofici hi ha dos components, molt importants però totalment separats. Un és la tècnica i l’altre l’honestedat. El periodista ideal té ambdues. Després hi ha gent tècnicament formidable però no necessàriament honesta. El millor periodista tècnic d’Espanya és Pedro J. Ramírez, no faig comentaris sobre l’altre aspecte…
Per què ho creu?
Això no es pot explicar, has de veure com funciona. És enganxar un títol a la primera, saber què interessa, provocar debats, conèixer a fons el negoci… és un talent. Saber produir un mitjà de firma: això ho fan només els grans directors. Un diari que ets tu, perquè tothom et mira. Es dóna poques vegades i requereix una tècnica extraordinària. Hi ha gent molt honesta però amb un tècnica limitada, que jo valoro molt perquè crec que ser honest és almenys igual d’important. Tornant a la teva pregunta, tècnicament els millors són els britànics, no hi ha rival possible. Si mirem el conjunt, preferiria algun diari nord-americà. El Washington Post fa compatibles les dues facetes bastant bé.
En el cas dels britànics hi ha una varietat de premsa formidable, et trobes des de The Guardian als tabloides. Aquests també són bons?
Boníssims. La gent millor pagada és la gent del The Sun. Treu una senyoreta ensenyant les tetes a la pàgina 3 però els periodistes són boníssims i el que fan és molt difícil. Volem això? Potser no, però és el que més ven i té un gran mèrit. Si vols saber quan passa quelcom important a la política britànica, mira't The Sun: el senyor que porta la secció és el millor. Ara, escriu un cop cada dos mesos perquè una portada de política al The Sun vol dir que la cosa està molt greu. Jo prefereixo The Guardian.
I a Espanya, s’està vivint un canvi de model? Fa la sensació que alguns mitjans, com El Mundo, estan trencant unes regles del joc que fins ara tothom donava per sobreenteses i les seves pràctiques intoxiquen la resta de la premsa, també El País…
No és una fase tan nova. Tornem al principi, abans els diaris no aspiraven a guanyar diners perquè pensaven que la influència, no tan política com social, era la recompensa. Els diners venien d’altres vies: hi havia el diari dels cotoners, el dels Godó… Ara el mercat és molt competitiu i això provoca una crisi d’identitat. Ningú sap exactament què vol fer, altra cosa són les declaracions de principis. El diari on treballo, El País, té unes declaracions de principis que jo sempre firmo, el resultat concret no sempre. I en efecte, hi ha una intoxicació d’elements comercials, que es produeix no tant per vendre més com per no saber què vol dir vendre informació. Els límits són confosos. Debats similars s’estan produint arreu del món, no només a Espanya. Fins on podem arribar, rebaixar-nos, vulnerar el dret a la intimitat, que és exactament la veritat. Moltes vegades t’ho preguntes sobretot quan tens una bona història i l’agafes molt de prop. No a mitja distància: quan més ho toques i més ho remenes, més complicat.
Quins límits posa vostè? Suposo que és una mica de casuística…
Absolutament, si vols parlem del sexe dels àngels. Jo sóc més aviat estricte, abans ho parlàvem amb el Martí [José Martí i Gómez]: la intimitat és inviolable si no és que la persona afectada te la ven, aleshores es replanteja tot. Excepte que estiguis tocant una qüestió d’emergència nacional, o diguem social perquè això de les nacions és confús, la intimitat és sagrada, tot s’ha de comprovar extremadament bé i un periodista mai no és jutge de res. Això és una temptació freqüent: jo sé i determino què és bo i què és dolent. No, és molt delicat. Primer comprova-ho tot i quan ho tinguis, sigues prudent.
Això què ha dit abans en la xerrada, que el periodisme d’investigació es redueix en un 90% dels casos a una trucada d’un partit o d’una empresa…
En un 90% no, en un 99%. El periodisme d’investigació és molt car i poc satisfactori. Un periodista pot treure una, dues històries en la seva vida, tres si és boníssim. Això vol dir una cada quinze anys. La resta del temps burxa i publica trossos de realitat, més o menys rellevants, però no grans històries. Això condemna la pràctica. El periodista d’investigació més famós, Seymour Hersh, un tio extremadament antipàtic. Ha tret tres o quatre històries a la seva vida, importantíssimes. Això justifica qualsevol existència, una sola ja l’hauria justificat. La de My Lai, però ha tret també Abu Grahib i alguna altra. Però és només un, treballa per mitjans que li proporcionen recursos i temps il·limitats, en un idioma universal com és l’anglès. Els altres juguem tots en altra divisió. El problema d’investigar és que trobes realitat, no notícies, realitat, que és molt difícil de bolcar en un mitjà…
Però en teoria estan per això, no?
No, no. El que nosaltres diem notícies és un incident en general aïllat que es produeix en un context molt determinat. Una decisió d’un govern, d’una empresa… Això no és realitat. La realitat no té principi ni final, és com un discurs, afecta les vides de la gent i és molt més difícil d’emmarcar, escriure i vendre. Si tu dius “al My Lai uns soldats americans van massacrar població civil vietnamita”. Qui t’ho confirma? Només la gent que hi va participar. El cabrón de Seymour Hersh va haver de parlar durant mesos, anys, amb aquesta gent i acabar entenent per què va passar. El dia que ho escrius ja estàs desanimat, perquè has tocat realitat, vides de gent, que no està boja, que no són psicòpates perduts. Són soldats que estaven allà i després d’un procés d’alienació bastant intens acaben massacrant població civil. Et col•loques en un altre context en el qual és fàcil perdre l’oremus.
Ha tingut alguna vegada la sensació de tenir entre les mans tret un tema d’aquests?
Sí, a petita escala. Exemples. Quan estava a París, vaig conèixer una persona que havia matat una altra a una mesquita de Madrid. El buscava la policia espanyola i finalment va sortir al diari, el van extradir, està a la presó. Tampoc se’t queda un cos molt així, què vols que et digui. Quan t’acostes excessivament, la realitat té molts matisos. Penses, què he sol•lucionat jo ara? Hi ha ocasions netes, Nixon, Watergate, fantàstic. La majoria de les vegades toques vides humanes. Un altre cop, una central nuclear al País Basc que es diu Lemóniz i que està parada per un problema amb ETA. Vaig aconseguir introduir-m'hi i parlar amb la gent. Van fer dimitir el governador civil. I penses, quina culpa tindrà aquest pringat, que no és responsable de la situació que s’ha creat? Que els guàrdies civils feien surf? Sí, clar. I què havien de fer? Estaven vigilant una central nuclear aturada des de feia anys que mai es posaria en marxa, estaven avorrits, sense veure la dona. Què feien? Drogar-se i fer surf. Què hauries fet tu? Van despatxar a tothom.
Volia preguntar també sobre la guerra del futbol, que abans Martí i Gómez us ha fet de para-xocs a vostè i a Cristina Villanueva. Com està afectant la línia editorial d’El País?
A veure. Un: jo no sé perquè la gent llegeix editorials. Peces anònimes, que no les firma ningú, jo no els dono cap mena de credibilitat. Dos: la guerra del futbol és una mostra més d’una pràctica comercial molt antiga, arruïnem el contrincant, gastem el que sigui i després algú pagarà el nostre deute. Ho va fer Prisa amb Telefònica i ara ho fa Mediapro amb Prisa. Als periodistes no ens haurien d’interessar assumptes d’aquesta mena. Tercer: qui és creu que els mitjans són neutres, feliç sigui ell. No hi ha cap que estigui al marge de la realitat empresarial, cap. Això del futbol és un epifenomen, n’hi hagut moltíssims i més que n’hi haurà. I sí influeix, però la gent també sap que en ocasions el mitjà fa determinades coses per interessos empresarials.
L’altre dia va haver-hi el cas de l’editorial del Che, els periodistes d’El País van publicar una nota en contra.
Sí, poques vegades he estat tan content de treballar a El País com aquell dia. El fet que es publiqui aquell anònim insensat i una redacció tingui el dret de recollir firmes i publicar una noteta que digui que no està d’acord és l’hòstia, si tu treballes en aquest negoci ho deus saber. No estem morts encara.
Però era la primera vegada que passava.
L’aplicació d’aquest article de l’estatut, sí. Hem vist editorials infames, penses, ells sabran, a veure qui s’ho creu, etcètera. Però en aquest cas van tocar un punt sensible. La redacció d’El País toca molt de peus a terra: és d’edat mitjana-elevada, té els seus salaris notables i les seves hipoteques. Ara, el que no es pot fer és treure les coses de context. Carles I va ser un criminal de guerra. A veure, estem parlant del segle XVI. Dels anys 60, en el cas del Che. El que va emprenyar la redacció va ser també com era de tècnicament dolent l’editorial, es pot dir igualment allò ben dit. Mirem i valorem tot i decidim que el Che és un personatge negatiu. D'acord. Però si no pots resistir una injustícia violenta i flagrant, vol dir que ni la resistència francesa, ni els partisans… si els nazis envaïen el teu país, tu conforme. Estic molt content que hagi passat això i s’hagi fet aquella noteta tan mal redactada.
Sí, la veritat.
Sí, curiosament la persona que la va fer és un esplèndid redactor. El problema és escriure-ho en comitè, acabes dissenyant el cavall que és un camell. “Mete aquí probablemente, mete no sé que…” i et queda aquella parida. Però el gest va ser bonic.
I perquè en aquell moment precís, El País agafa una figura com la del Che, emblemàtica per les esquerres, i la treu a relluir?
Probablement, imagino, la societat propietària d’El País, com d’altres, creu que una determinada època s’ha superat i que el seu cos redaccional està massa ancorat en aquesta determinada època, la transició. I pren una decisió que en el fons és una provocació, per als lectors i la redacció.
viernes, 23 de noviembre de 2007
El regreso
Por Les Luthiers. Todo un ejemplo de lo que puede ser un espectáculo humorístico cuando se deja en manos de Marcos Mundstock y Ernesto Acher.
La amenaza de los nacionalismos
Por Mario Vargas Llosa. Un buen prontuario sobre la ideología nacionalista. No cabe mucho más que decir. Publicado en Letras libres en octubre de 2001.
Friedrich Hayek escribió en Camino de servidumbre (1944/1945) que los dos mayores peligros para la civilización eran el socialismo y el nacionalismo. El gran economista austriaco seguramente hubiera enmendado esa frase en nuestros días, suprimiendo en ella el vocablo socialismo y reemplazándolo por integrismo religioso.
El socialismo al que Hayek se refería era el marxista, enemistado a muerte con la democracia liberal, a la que estigmatizaba como máscara de la explotación capitalista. Ese socialismo quería acabar con la propiedad privada de los medios de producción, colectivizar la tierra, nacionalizar las empresas, centralizar y planificar la economía e instalar la dictadura del proletariado como paso inicial hacia la futura sociedad sin clases. Aquel socialismo marxista desapareció con la desintegración de la Unión Soviética y la conversión de China Popular al capitalismo autoritario del partido único. Su epitafio fue la caída del Muro de Berlín, hace diez años. Sus sobrevivientes, como Corea del Norte y Cuba, son anacronismos en vías de extinción.
El socialismo que existe, y que goza de excelente salud, afortunadamente para la cultura democrática, ya no es socialista sino de nombre. Acepta que la empresa privada produce más empleo y riqueza que la pública, sobre todo en un régimen de mercado, y es un convencido valedor del pluralismo político, las elecciones, la libertad y el Estado de Derecho. Este socialismo ha dejado de ser ideológico y se ha vuelto ético. En vez de preparar la revolución está empeñado en la defensa del estado del bienestar, de políticas públicas de asistencia social a los parados, los ancianos, las minorías desvalidas, y en una redistribución de la riqueza a través del impuesto para corregir lo que llama desequilibrios del mercado. En muchos casos, estas políticas, en el campo económico y social, resultan poco diferenciables de las que promueven los liberales o los conservadores. De hecho, en nuestros días, sería laborioso tratar de encontrar diferencias significativas entre las políticas económicas del gobierno socialista de Tony Blair en el Reino Unido y las del conservador (perdón, centrista) José María Aznar en España, o entre las que aplicó la democracia cristiana de Helmut Kohl en Alemania y las que impulsa su sucesor, el social-demócrata Gerhard Schröeder. Este socialismo ya no es un enemigo, sino un componente central de la cultura democrática en el mundo moderno.
El nacionalismo, en cambio, sigue, y, me temo, seguirá siéndolo cada vez más en el futuro. No de la manera explícita con que aparecía cuando Hayek estampó aquella frase, encarnado en los rostros tremebundos del nazismo de Hitler, el fascismo de Mussolini o del franquismo. En nuestros días, el nacionalismo ya no es tan unívoco ni tan sesgado hacia el extremismo derechista como entonces; hoy es, más bien, un animal proliferante y escurridizo, de muchas cabezas, que adopta comportamientos diversos y adversarios entre sí. Contrariamente a lo que muchos optimistas llegaron a pensar, que, luego de la hecatombe de las dos guerras mundiales provocadas por él, iría languideciendo hasta desvanecerse, o vegetaría en los márgenes de la vida política de las naciones occidentales, enquistado en grupúsculos huérfanos de representación electoral, el nacionalismo ha experimentado un notable resurgimiento.
Esto es válido sobre todo para España, donde poderosos movimientos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco (y, de menor caudal, en Galicia y Canarias) plantean un riesgo de fragmentación a una soberanía que cuestionan, algunos pacíficamente y, otros, con métodos violentos. Pero también lo es en países donde el nacionalismo parecía más apagado. En el Reino Unido, por ejemplo, hasta hace pocos años, el Partido Nacionalista Escocés era una simpática curiosidad folclórica con faldas a cuadritos multicolores y gaitas. Hoy es la segunda fuerza política de Escocia, donde, por primera vez en la historia moderna de Gran Bretaña, las encuestas revelan que casi la mitad de los escoceses son favorables a la independencia. En Francia, Le Front National de Le Pen, antes de dividirse, atrajo en un momento entre el 15 y el 20% del electorado. En Austria casi un tercio de los votos respalda el llamado Partido Liberal de Jorg Haider. En Italia, aunque algo disminuido, el movimiento nacionalista de Umberto Bossi, la Liga Lombarda, sigue empeñado, en teoría, en desgarrar al país, separando del resto a todo el Norte, la fantasmal Padania.
Se me objetará, luego de estos rápidos ejemplos, que, bajo la etiqueta de nacionalismo, meto en una misma canasta huevos de gallina, de pichón, de avestruz y hasta del literario basilisco. ¿Acaso son la misma cosa? Precisamente, una de las mayores dificultades para hablar del nacionalismo consiste en que esa doctrina protoplasmática se reproduce y manifiesta con apariencias y formas diferentes, aunque, en su secreta raíz, esa diversidad coincida en unos cuantos rasgos que me gustaría tratar de describir, porque es esa entraña, no la envoltura circunstancial, lo que constituye una amenaza a la cultura democrática.
A un líder del Partido Revolucionario Institucional mexicano se atribuye haber explicado la filiación ideológica de su partido con esta afirmación, digna de Mario Moreno, Cantinflas: "El PRI no es de derecha ni de izquierda sino todo lo contrario". Un galimatías conceptual parecido asoma cuando se busca situar al nacionalismo dentro de las tradicionales categorías de izquierda y derecha. Él se mueve sin dificultad entre esas antípodas, y adopta, a veces, semblante radical, como, en España, ETA o Terra Lliure, o el IRA en Irlanda del Norte, o se identifica con posiciones inequívocamente conservadoras, cuando encarna en Convergencia y Unió o el PNV (el Partido Nacionalista Vasco). Aunque también es frecuente que sea de izquierda antes de llegar al poder, y cuando lo captura se vuelva de derecha, como le ocurrió al FLN argelino y a casi todos los movimientos nacionalistas árabes.
Atención, no estoy borrando las fronteras abismales que separan a los nacionalistas que practican el terrorismo de los nacionalistas que actúan en la legalidad y rechazan los métodos violentos. Naturalmente que constituye una diferencia sustancial defender un ideal de manera pacífica, por la vía de las elecciones y dentro de la ley, o asesinando, secuestrando y plantando coches bomba. Son diferencias que, en términos prácticos, permiten la coexistencia social o la crispan hasta hacerla estallar en una orgía de sangre, como ocurrió en Bosnia y en Kosovo y está ocurriendo en Macedonia. Pero, sin que esto signifique devaluar el compromiso con el pacifismo y la legalidad de los movimientos nacionalistas que rechazan la acción directa y optan por la vía electoral, debo decir también que no son los métodos y las conductas lo que determina que un movimiento político sea nacionalista, sino un núcleo básico de afirmaciones y creencias que todos los nacionalistas —pacíficos o violentos— suscriben.
He dicho afirmaciones y creencias, no ideas, de manera deliberada. El punto de partida de toda doctrina nacionalista es un acto de fe, no una concepción racional y pragmática de la historia y de la sociedad. Un acto de fe colectivista, que imbuye a una entidad mítica —la nación— de atributos trascendentales, capaces de mantenerse intangibles en el tiempo, indemnes a las circunstancias y a los cambios históricos, preservando una coherencia, homogeneidad y unidad de sustancia entre sus miembros y elementos constitutivos, aunque, en la contingencia, aquella unidad sea invisible y pertenezca al dominio de la ficción.
Junto al colectivismo, el esencialismo metafísico es ingrediente central del nacionalismo. Para esta doctrina, los individuos no existen separados de la nación, placenta materna que les da el ser, la identidad, palabra clave de la retórica nacionalista, que los vivifica social, cultural y políticamente, y que se manifiesta a través de ellos en la lengua que hablan, las costumbres que practican, las vicisitudes de una historia que comparten, y, también, en algunos casos, en la religión, la etnia o raza a la que pertenecen, o, incluso, la conformación craneal y el grupo sanguíneo de que Dios o el azar quiso dotarlos.
Esta utópica noción de una comunidad perfectamente homogénea y unitaria se desvanece apenas intentamos contrastarla con las naciones reales y concretas de la pedestre realidad, donde, todas, unas más, otras menos, lucen una heterogeneidad flagrante, en los dominios cultural, racial y social, al extremo de que la noción de "identidad colectiva" —no se diga de "identidad nacional"— resulta un concepto falaz, que, bajo su pretensión uniformizadora, desnaturaliza siempre una rica y fecunda diversidad humana. El nacionalismo contrarresta este desmentido a sus tesis con otra de sus llaves maestras, el victimismo: una larga lista de agravios históricos y usurpaciones políticas y culturales de la potencia colonizadora e imperial para destruir, contaminar y degenerar a la nación víctima. Algo que aquélla ha intentado e intenta todavía, pero, alto ahí, sin conseguirlo nunca. No importa cuán feroces hayan sido los crímenes cometidos por el conquistador, ni cuántos siglos haya durado aquel genocidio sistemático para privar a la nación invadida, ocupada y "aculturada", ésta sobrevive. La nación víctima, digan lo que digan las mentirosas apariencias, por debajo de ellas ha seguido resistiendo, conservando su esencia, fiel a sus ancestros y a sus fuentes, con el alma intacta, esperando la hora de la redención de su soberanía arrebatada y de su libertad suprimida.
Naturalmente, esta lista de agravios se asienta casi siempre en algunas verdades históricas. Pero sería un error creer que las violencias y abusos cometidos en el pasado por pueblos fuertes contra pueblos débiles son la razón de ser del nacionalismo. Si fuera así, el nacionalismo proliferaría como una epidemia en todas las comarcas del planeta. ¿Hay acaso algún país que no tenga desagravios que reclamar a la historia? No hay sociedad que, cuando vuelve la cabeza y escruta su pasado, no se encuentre con un espectáculo de horror, de crímenes y atropellos indecibles que se cometían tanto transversal —entre sociedades, pueblos y naciones— como verticalmente —entre clases e individuos poderosos contra clases, grupos e individuos inermes en el interior de cada sociedad—, lo que hace de la historia de todos los países, también, aunque no únicamente, una historia universal de la infamia. Si se trata de ajustar cuentas al pasado, ¿alguien duda de que un extremeño, un andaluz, un castellano padecieron menos de la prepotencia, la intolerancia, los abusos de los poderosos que vascos, catalanes o gallegos? Pero sólo para el nacionalismo aquellas injusticias históricas son colectivas y hereditarias, como el pecado original.
El nacionalismo necesita de aquellos agravios históricos para justificar sus pretensiones de víctima de una injusticia atávica de carácter comunitario a la que sólo dará satisfacción la reconquista de la independencia perdida. Los necesita, también, para explicar la supuesta adulteración de la unidad nacional —en el dominio de la lengua, de la cultura, de las instituciones y hasta de la raza— y para justificar las políticas que se propone impulsar desde el poder a fin de restablecer la pureza e integridad de la nación, maculadas por siglos de dominio extranjero.
Cataluña es una sociedad bilingüe, con —cifras más, cifras menos— un 50% de catalano-hablantes y un 50% de castellano-hablantes, con la particularidad de que la casi totalidad de catalanes que hablan catalán también hablan castellano. Esta particularidad es, en verdad, un privilegio, que hace de la mayoría de los catalanes señores y ciudadanos de dos culturas y tradiciones que les pertenecen por igual. Ya que en Cataluña, como ha dicho Vidal-Quadras, "las dos lenguas no están separadas por una frontera divisoria, sino que están presentes en cada provincia, en cada comarca, en cada ciudad, en cada barrio, en cada inmueble, en cada rellano..." Aceptar esta realidad cultural pondría al nacionalismo en un aprieto, pues lo condenaría a revisar el supuesto básico nacionalista de la homogeneidad lingüística y la unidad cultural, y a diseñar políticas educativas y culturales que respetaran y fomentaran ese bilingüismo.
Como nadie reniega de sí mismo, y menos que nadie un partido político, los nacionalistas en el poder explican que la situación cultural de Cataluña resulta de un atropello histórico: la persecución de que han sido víctimas la lengua y la cultura catalanas por unos gobiernos que impusieron las de la potencia imperial. La política de "normalización lingüística" tiene, pues, por objeto corregir aquella injusticia pasada y devolverle al catalán el protagonismo que perdió por un acto de fuerza. En la práctica, sin embargo, la corrección de esa injusticia pasada ha mudado en una injusticia equivalente: discriminar la enseñanza del castellano en Cataluña, imponiendo cada vez más, en los colegios y en la administración, como lengua preferencial (y a veces única) el catalán.
Semejante política es inevitable en todo partido nacionalista que sea fiel a sí mismo, es decir, que, partiendo de su idea de lo que es la nación, trate de convertir esta ficción en realidad. Naturalmente, esta política de "discriminación positiva" o "normalización" (bellos eufemismos) se sale a veces, por su propia dinámica, del cauce benigno y razonable en que pretenden querer sujetarla las autoridades. La realidad es que, por su naturaleza misma, este género de medidas, orientadas a retroceder la realidad presente de una sociedad bicultural o multicultural hacia una mítica unidad lingüística que justifique la visión histórica del nacionalismo, se traduce a la corta o a la larga en violaciones de los derechos humanos, empezando por el de la libertad individual y el derecho a la libre elección. No cabe la menor duda de que muchos nacionalistas vascos, pacíficos y bien intencionados, quedaron espantados, hace unos meses, cuando se dio a conocer, con justificado escándalo, que en una ikastola del País Vasco se castigaba, obligándolos a llevar los bolsillos llenos de piedras, a los niños a quienes se sorprendía hablando español en vez de eusquera. Y que eran sinceros al decir que una golondrina no hace verano y que no se podía llamar política del gobierno autonómico a los excesos de celo de algunos militantes o funcionarios aislados. Sin embargo, lo cierto es que, a pesar de la vocación pacífica de la mayoría de los nacionalistas, en esta ideología, en su concepción del hombre, de la sociedad y de la historia, anida una semilla de violencia, que germina sin remedio cuando se vuelve acción de gobierno, si el nacionalismo es consecuente con sus postulados, sobre todo el principal: su empeño por reconstruir aquello que Benedict Anderson llama "la comunidad imaginada", es decir la ilusoria nación integrada cultural, social y lingüísticamente, en cuyos retoños humanos se transustanciaría la identidad nacional. Fernando Savater, un pensador vasco, explica así el irremediable parentesco entre totalitarismo y nacionalismo en el caso de ETA:
El totalitarismo consiste en la negación exterminadora del otro, no en la hostilidad al adversario político. Para ETA sólo son vascos viables —es decir, no candidatos al exilio o a la liquidación— los nacionalistas de uno u otro signo, sean los que se equivocaron aceptando el estatuto de autonomía, los héroes que lo rechazaron desde el principio o los conversos que poco a poco han llegado a la luz. El resto son españolistas recientemente envalentonados que viven entre los vascos, contra los cuales se predica sin rodeos la "persecución social" y con cuyos partidos se prohíbe taxativamente cualquier tipo de convenio político: exeunt omnes.
Como la historia verdadera no encaja, o lo hace sólo a trompicones, con la versión nacionalista del pasado, es inevitable que el nacionalismo acomode aquella historia, embelleciéndola o deformándola, para que sirva a sus propósitos y le proporcione una base de sustentación. Un libro de indispensable lectura —El bucle melancólico, de Jon Juaristi— documenta con copiosa información y gran sutileza de análisis este proceso de ficcionalización de la historia, con fines de actualidad política, del nacionalismo vasco. La mayor parte de los poemas, canciones, ficciones, artículos, memorias que Jon Juaristi escudriña tienen escaso valor literario y no trascienden un horizonte localista (una de las excepciones son los ensayos de Unamuno). Sin embargo, la agudeza del crítico nos revela, en la misma indigencia artística y la pobreza conceptual de aquellos textos, unos contenidos sentimentales, religiosos e ideológicos que son iluminadores sobre la razón de ser del nacionalismo en general y del terrorismo etarra en particular.
Juaristi llama "melancolía" a la añoranza de lo que no existió, a un estado de ánimo de feroz nostalgia de algo ido, espléndido, que conjuga la felicidad con la justicia, la belleza con la verdad, la salud con la armonía: el paraíso perdido. Que éste —la nación de los nacionalistas— nunca fuera una realidad tangible, no es obstáculo para que los seres humanos, dotados de ese instrumento terrible y formidable que es la imaginación, terminen por fabricarlo. Para eso existe la ficción: para poblar los vacíos de la vida con los fantasmas que la cobardía, la generosidad, el miedo o la imbecilidad de los hombres requieren a fin de completar sus vidas. Esos fantasmas que la ficción inserta en la realidad pueden ser benignos, inocuos o malignos. Los nacionalismos pertenecen a esta última estirpe.
Juaristi muestra en su libro el proceso de edificación de los mitos, rituales, liturgias, fantasías históricas, leyendas y delirios lingüísticos que sostienen al nacionalismo vasco, y su enquistamiento en una campana neumática solipsista, que le permite preservar aquella ficción e inmunizarla contra todo examen crítico. Las verdades que proclama una ideología nacionalista no son racionales; son, ya lo he dicho, dogmas, actos de fe. Por eso, como hacen las iglesias, los nacionalismos no dialogan: santifican y excomulgan. El nacionalismo tiene que ver mucho más con el instinto y la pasión que con la inteligencia y su fuerza no está en las ideas sino en las creencias y los mitos. Por eso, se halla más cerca de la literatura y de la religión que de la filosofía o la ciencia política, y para entenderlo pueden ser más útiles los poemas, las novelas y hasta las gramáticas que los estudios históricos y sociológicos. Benedict Anderson, por ejemplo, en Imagined Communities, su estudio sobre el nacionalismo, explora a través de las ficciones del filipino José Rizal, el mexicano José Fernández de Lizardi y el indonesio Mas Marco Kartodikromo el desarrollo de la idea de nación que activara el movimiento nacionalista en aquellas antiguas colonias europeas en Asia y América.
Que la ideología nacionalista esté, en lo esencial, desasida de la realidad objetiva y que se vea obligada, para justificarse, a una deformación sistemática de la historia, no significa, claro está, que no sirva para atizar la hoguera que enciende los agravios, injusticias y frustraciones de que una sociedad es víctima. Sin embargo, leyendo El bucle melancólico se advierte algo alarmante: aun si el País Vasco no hubiera sido objeto, en el pasado, sobre todo durante el régimen de Franco, de vejaciones y prohibiciones intolerables contra el eusquera y las tradiciones locales, la semilla nacionalista hubiera germinado también, porque la tierra en que ella cae y los abonos que la hacen crecer no son de este mundo concreto. Sólo existen, como los de las novelas y las leyendas, en la más recóndita subjetividad, y aparecen al conjuro de una insatisfacción y rechazo de lo existente, sentimientos que son canalizados por unas minorías —los partidos nacionalistas— para alcanzar el poder político. Lo que Juaristi llama, con ayuda de Freud, "melancolía", impulso inicial de que se alimenta el nacionalismo, Karl Popper lo definía como sometimiento al "llamado de la tribu", o resistencia recóndita en los seres humanos a la responsabilidad de asumir las obligaciones y los riesgos de la libertad individual, y la estrategia de rehuirla, amparándose en alguna categoría gregaria, en algún ser colectivo, en este caso la nación (en otros, la raza, la clase o la religión). Para Durkheim, todas las ideologías colectivistas, como el nacionalismo, resultaron de la desaparición de las jerarquías tradicionales y órdenes de la vida social, debido a la centralización y la racionalización burocrática que el progreso industrial requería. Al verse privado de la seguridad emocional y social de esas comunidades preindustriales —la tribu—, el hombre buscó refugios colectivistas, como el que provee la primaria doctrina nacionalista, convirtiendo la pertenencia a una nación en un valor supremo, en el privilegio de ser parte de una dinastía selecta y exclusiva, ontológicamente solidaria, de seres muertos, vivos y por vivir.
Para Elie Kedourie, uno de los más perceptivos analistas del nacionalismo, éste habría nacido como doctrina desviada de la teoría kantiana de la "autodeterminación" del individuo libre.
Fichte, según él, reemplazó esta idea con la tesis de la autodeterminación de las naciones, entidades que daban al individuo su propia identidad. Y Herder, sin quererlo, completó esta noción con su férvida defensa de las culturas y las lenguas como fundamentos de la nación. Este es el camino, según Kedourie, por el que las doctrinas nacionalistas fueron adquiriendo derecho de ciudad en la historia moderna, exacerbándose en algunos casos con conceptos racistas y delirios mesiánicos hasta alcanzar su apocalíptico apogeo con Hitler. Pero no es esta la única vena del nacionalismo; también lo es la que nace en el tercer mundo como respuesta al colonialismo y las políticas imperialistas de las potencias occidentales, de las que serían ejemplo el sionismo y los movimientos nacionalistas árabes.
Según Ernest Gellner "es el nacionalismo el que inventa las naciones y no lo contrario". El nacionalismo, un producto, según él, típico de la sociedad industrial, utiliza de manera selectiva la preexistente proliferación de culturas en el seno de un país, y transforma a éstas de manera tan radical como artificiosa, resucitando lenguas muertas, inventando tradiciones y restaurando unas "ficticias purezas prístinas".
La diversidad de métodos y comportamientos, así como las circunstancias distintas en que han nacido los movimientos nacionalistas, aconsejan prudencia a la hora de hacer generalizaciones. Pero una que cabe hacer sin vacilar es que el nacionalismo tiene una entraña irracional —nazca de la melancolía, la desesperación, la anomia, el miedo a la libertad o la protesta contra la invasión colonial— y que, debido a ello, deriva con facilidad hacia prácticas violentas, y llega a veces, como ETA en España o el IRA y los Provisionals en Irlanda del Norte, a cometer crímenes abominables en nombre de su ideal. Que haya partidos nacionalistas moderados, pacíficos, y militantes nacionalistas de impecable vocación democrática, que se empeñan en actuar dentro de la ley y el sentido común, no modifica el hecho incontrovertible de que, si es coherente, y lleva a sus últimas consecuencias los principios que constituyen su razón de ser, todo nacionalismo desemboca tarde o temprano en prácticas intolerantes y discriminatorias, y en un abierto o solapado racismo. No tiene escapatoria. Como esa nación homogénea, pura, cultural y étnica, y a veces religiosa, que lo inspira y que pretende restaurar, nunca existió —y si alguna vez existió desapareció en el curso de la historia—, está obligado a crearla, a imponerla en la realidad, y la única manera de conseguirlo es la coerción.
Tal vez en ningún otro dominio sean tan explícitos los estragos que el nacionalismo causa como en la cultura. Si la pertenencia a esa abstracción colectiva, la nación, es el valor supremo, y si éste es el prisma elegido para juzgar las creaciones literarias y artísticas, ¿qué puede esperarse como resultado de tan confusa y disparatada tabla de valores? La perspectiva nacionalista tiende a rechazar o minusvalorar toda creación del espíritu que, en vez de magnificar o privilegiar los valores locales —lo regional, lo nacional, lo folclórico—, los relegue, ridiculice, niegue o, simplemente, los minimice dentro de una perspectiva cosmopolita o universal, o los refracte en lo individual, realidades humanas difícilmente identificables con lo nacional. Para el nacionalismo, las creaciones literarias más respetadas y respetables son aquellas que confirman sus prejuicios sobre las identidades colectivas. Esto, en la práctica, significa la promoción del arte regionalista o folclórico como modélico, y el ensimismamiento provinciano, una consecuencia que ha resultado siempre, en todas partes, de las políticas culturales nacionalistas. Esa es la razón por la que el nacionalismo no ha producido hasta ahora nada digno de memoria en la literatura y las artes y por la que, como dice el profesor Ernest Gellner, "los profetas del nacionalismo no han ingresado nunca a la primera división en materia de pensamiento" ("the prophets of nationalism were not anywhere near the First Division, when it came to the business of thinking") (Nations and Nationalism, p. 124).
Quisiera, para ilustrar lo que digo, citar el testimonio de otro libro: Contra Catalunya, de Arcadi Espada. El autor, un periodista catalán, describe, a partir de su experiencia personal de joven que padeció los últimos años del franquismo, y vivió desde adentro la transición hacia la libertad, una Cataluña que pasó de la dictadura fascista a una democracia, que resultó empobrecida —para no decir mediatizada— por un nacionalismo que desde hace cuatro lustros ejercita un dominio aplastante sobre su vida política y cultural.
El libro oxida el nacionalismo, no con argumentos ideológicos, sino mostrando los desvaríos y cursilerías insoportables que causa en distintos órdenes, así como la lenta asfixia del pensamiento crítico. Debido al temor de ser acusados de actuar "contra Catalunya", e incurrir en una suerte de satanización moral, pocos osan contradecir ciertos mitos y tabúes impuestos por los nacionalistas, y los que se atreven a hacerlo, como Aleix Vidal-Quadras, ya saben lo que les espera: la satanización. Gracias a esta invisible censura muchos temas se han vuelto intocables o se han deformado hasta lo irreconocible, dice Espada: desde el escamoteo histórico de la posición fascista que adoptaron muchos catalanes durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco, hasta la abolición mágica del hecho social y económico que representan los inmigrantes, un elevado porcentaje de la población de Cataluña, que no hablan catalán y son, sin embargo, catalanes, pues viven y trabajan allí, y porque han contribuido con su trabajo, de dos o más generaciones, a la prosperidad de Cataluña. Los hombres y mujeres de este vasto sector —"los pobres", los llama Espada— no están representados en el gobierno nacionalista de la Generalitat, y, además de reducidos cada vez más a una condición fantasmal, de parias culturales, se ven ontológicamente disminuidos, por una idea de Cataluña que los enfrenta a este dilema: integrados o apestados. El libro de Arcadi Espada muestra, con innumerables pequeños ejemplos, el provincianismo y la ridiculez a que se ve fatalmente abocada una política cultural nacionalista cuya función es proporcionar materiales para la "identidad" que se quiere fabricar. En el paisaje que diseña el testimonio de Espada —como en ciertas fulminaciones periodísticas de Félix de Azúa o en los ensayos políticos de Aleix Vidal-Quadras— se ve el daño que el nacionalismo viene infligiendo a una tierra que se caracterizó siempre por ser la más culta y europea de España, y que se va rezagando culturalmente debido a una doctrina que se empeña en colocar avisos por doquier que digan: "Sólo para catalanes". Pero ni siquiera para todos los catalanes: sólo aquellos que responden al identikit nacionalista. Los demás no lo son, pues no merecen serlo.
No soy un pesimista ni tampoco un optimista profesional. Creo que la tarea intelectual —no así la artística— tiene la obligación de esforzarse por mantenerse dentro del realismo. Y el realismo obliga a reconocer que el nacionalismo —si se prefiere, los nacionalismos— es el problema más grave que enfrenta España. Este problema pareció aliviarse no hace mucho con la decisión de ETA de poner las armas de lado y empezar a negociar. La tregua, explicablemente, despertó grandes esperanzas en la sociedad española, y sobre todo en la sufrida sociedad vasca. Pero la ilusión duró muy poco, y ahora se han renovado los crímenes y atentados etarras.
Debido a la naturaleza irracional y finalista del nacionalismo, las concesiones y transacciones políticas e ideológicas, en vez de apaciguarlo, suelen, como las banderillas a los toros de raza, embravecerlo e inducirlo a exigir más. Ese apetito insaciable forma parte de su naturaleza. La Constitución española de 1978 significó un admirable esfuerzo ético y jurídico por hacer de España una sociedad plural y democrática, "una nación de naciones y de regiones", en palabras de Gregorio Peres-Barba, uno de los constitucionalistas. El texto constitucional y el régimen de las autonomías reconoce el derecho de Cataluña, el País Vasco y Galicia a considerarse "naciones", categoría más elevada y distinta que la de "regiones", y a desarrollar y promover su lengua y cultura en la más irrestricta libertad; además, les concede una amplia gama de competencias administrativas, económicas, educativas y políticas. Muchos creyeron que los estatutos de las autonomías servirían para desactivar de manera preventiva el polvorín de recriminaciones nacionalistas contra los abusos del centralismo, y ganar de este modo a los sectores más amplios de Cataluña, el País Vasco y Galicia a la idea de la coexistencia en la diversidad de la España descentralizada y pluralista diseñada por el texto constitucional. Un cuarto de siglo después, es evidente que aquello fue una ilusión. Los movimientos nacionalistas, en vez de languidecer, se han robustecido y siguen esgrimiendo el mismo catálogo de cargos contra supuestas injusticias y postergaciones, prejuicios y discriminaciones de que serían objeto por parte de un Estado español del que hablan como algo ajeno e incluso hostil. Lo ha dicho el líder del PNV, señor Arzalluz, con claridad meridiana: "El País Vasco no cabe en esta Constitución". Como si nada hubiera pasado y la Constitución de 1978 y el régimen autonómico no significaran, desde la perspectiva de Cataluña, el País Vasco y Galicia, sino un cambio de disfraces, debajo de los cuales la España democrática, al igual que lo hizo la España dictatorial, siguiera oprimiendo y discriminando a sus "colonias" internas. Esto es, desde luego, una delirante fantasía ideológica. Pero cuando una ficción es respaldada por una mayoría electoral relativa, como ha ocurrido en Cataluña y el País Vasco, o por un considerable número de electores, como en Galicia, pasa a convertirse en una inquietante realidad política.
El hecho de que, en las anteriores legislaturas, las elecciones obligaran, primero al PSOE, y luego al PP, para formar gobierno, a aliarse con los partidos nacionalistas, despertó, en algunos, esperanzas de que esas alianzas tuvieran un efecto desactivador de los objetivos finalistas del nacionalismo —la independencia— y fueran llevando a estos partidos a asumir responsabilidades en el gobierno central, a consecuencia de lo cual se iría diluyendo cada vez más su nacionalismo, hasta hacerlo compatible, en la práctica primero, luego en la teoría, con la idea de la España plural. Tampoco ha ocurrido así. Convergencia y Unió y el Partido Nacionalista Vasco dieron sus votos al partido de gobierno para que sobreviviera, pero no cogobernaron con él, y más bien utilizaron su privilegiada posición para presionar al gobierno central, pedir concesiones y hacer avanzar su propia agenda, de la que hasta ahora no se han desviado un milímetro. Todo eso es perfectamente legítimo, desde luego; la democracia funciona de este modo. Pero lo evidente es que la coyuntural alianza parlamentaria de los nacionalismos periféricos con los partidos llamados estatalistas (horrenda palabra que equivale ya a una descalificación eufónica) no sirvió para aminorar un ápice la convicción política de aquellos que, dentro de la legalidad, sin el ruido y la furia de los extremistas, trabajan sistemáticamente por ese objetivo final, edulcorado con un envoltorio retórico delicado —la autodeterminación—, es decir, en buen castellano, la desintegración de España.
No creo que esta desintegración llegue a ocurrir, ni, por supuesto, quisiera que ocurra. No porque sea un "nacionalista españolista" ni nada que se le parezca, sino porque tengo el convencimiento de que el estallido de España en un puñado de naciones independientes (¿cuántas?, ¿tres?, ¿cuatro?) no traería más libertad, ni mejores condiciones de vida, ni una actividad cultural más rica, ni más oportunidades de desarrollo y trabajo, ni a vascos ni a catalanes, y sí, en cambio, un empobrecimiento generalizado en todos esos órdenes, además de convulsiones sociales y políticas de muy incierta (y acaso siniestra) evolución. Es verdad que la disolución de Checoslovaquia no significó el fin del mundo para los eslovacos que la provocaron: sólo mediocrizarse, bajo una seudodemocracia autoritaria y bastante corrompida, como la que instaló el gobierno nacionalista del señor Vladimir Meciar. En cambio, la explosión de Yugoslavia activada por los nacionalismos serbio, croata, bosnio y kosovar ha sembrado de más de doscientos mil muertos ese territorio, y sigue ensangrentando Macedonia. Salvo satisfacer las ansias de poder de unos cuerpos políticos determinados, la realización del ideal nacionalista no haría avanzar, sino retroceder, la cultura democrática en Cataluña y el País Vasco, o Galicia. En estas regiones, aun cuando el nacionalismo obtenga mayorías relativas de votos, hay vastos sectores, mayoritarios en términos absolutos, que no han sucumbido a la propaganda y a la retórica de la ficción nacionalista, y que, sin por ello sentirse menos solidarios ni leales con su mundo particular, con su patria chica, se sienten españoles y quieren seguir siendo parte de España, antiguo país, patria común, multirracial, multicultural, cuyas vicisitudes, esperanzas, caídas y recuperaciones sienten y son también suyas. Esos catalanes, vascos, gallegos que quieren seguir siendo españoles participan con voz discreta en el debate sobre el tema del nacionalismo, un extraño debate en el que la voz cantante la tienen casi exclusivamente los nacionalistas. Hay unas minorías valerosas que lo combaten, desde luego, sin dejarse intimidar. Pero a muchísimos no se les oye exponer sus razones en contra del nacionalismo, porque la coyuntura política los obliga a ser prudentes —en el País Vasco se juegan la vida si lo hacen— o porque se han dejado derrotar de antemano por la intimidación moral, tan eficazmente usada por los nacionalistas, de que quien critica a los nacionalismos periféricos se convierte automáticamente en un "nacionalista españolista", es decir, en un retrógrado y un carca. Esa es, desde luego, otra ficción. Pero, como chantaje moral, ha conseguido silenciar a muchos vascos y catalanes. El esperpento llamado "nacionalismo españolista" es, hoy, en España, una postura de grupos y grupúsculos de extrema derecha insignificantes, sin el menor respaldo electoral. La verdad es que el español promedio observa el fenómeno de los nacionalismos con una mezcla de desinterés y fatalismo, como si, en última instancia, el asunto no le concerniera, o como si, en cualquier caso, fuera inútil su intervención, porque lo que tiene que ocurrir fatalmente ocurrirá. Esa actitud escéptica puede ser altamente civilizada, pero puede también ser suicida. Nadie ha alertado sobre lo que esto podría generar mejor que un catalán, el filósofo Eugenio Trías:
Ante el comprensible sentimiento de hastío y hartazgo que el hostigamiento de los nacionalismos periféricos produce sería letal que se generalizara una actitud cada vez más perceptible en muchos españoles: "Que se vayan, que nos dejen en paz; si ellos no ponen fronteras y aduanas, las pondremos nosotros". Es desmoralizador el efecto que esta actitud provoca en aquellos sectores que sufren los desmanes nacionalistas, no a través del mando a distancia, sino desde dentro de las comunidades donde éstos gobiernan.
Mi opinión es que los nacionalismos deben ser intelectual y políticamente combatidos, todos, de manera resuelta, sin complejos, no en nombre de un nacionalismo de distinta figura, sino de la cultura democrática y de la libertad. Es decir, de la cultura que España abrazó con el entusiasmo de la inmensa mayoría de los españoles a partir de 1978, y cuyo espíritu impregna la Constitución vigente y el Estatuto de las autonomías. Estos textos pueden ser enmendados y perfeccionados, desde luego: la reforma es uno de los motores del progreso. Pero sin traicionar el espíritu pluralista que los anima, de "proyecto sugestivo de vida en común", según la fórmula de Ortega y Gasset, o de "plebiscito cotidiano", en palabras de Renan, que flexibiliza hasta el límite la descentralización española, a fin de garantizar, de un lado, las culturas, tradiciones y particularismos regionales y, de otro, preservar la unidad nacional. De este equilibrio no depende sólo el futuro y la fuerza de España ante el formidable desafío que representa su incorporación a Europa, en el pelotón de vanguardia. Depende, sobre todo, la preservación y profundización de esa libertad, diversidad y racionalidad en la organización de la sociedad que son profundamente írritas a las ideologías y a las prácticas nacionalistas. El nacionalismo sólo comenzará a ceder el campo cuando en las regiones donde ahora campea se haga evidente lo que para quienes lo combatimos es una verdad transparente: que no hay un solo agravio, injusticia, prejuicio o postergación verídicas, reales, de la agenda nacionalista, que no pueda encontrar remedio o satisfacción en el régimen de libertades y de legalidad que impera hoy en España, y que, por el contrario, este régimen de pluralismo y libertades se vería seriamente comprometido si triunfaran los designios exclusivistas y discriminatorios del nacionalismo.
Si esta verdad llega a ser aceptada por una mayoría significativa en las regiones periféricas de España —algo que no es imposible—, el nacionalismo experimentará entonces, acaso, un proceso equivalente a aquel que ha hecho del socialismo en los tiempos modernos una fuerza democrática: vaciarse de contenido y mudar de naturaleza, aunque conserve su nombre y algo de su retórica. Es decir, a abandonar su vocación colectivista y excluyente, y adoptar, quizás, una línea de defensa de la diversidad cultural, algo que, por lo demás, está en la tradición de la más respetable de sus fuentes: aquella que surte de la obra del pastor alemán Johan Gottfried von Herder (1744-1803).
Herder, a quien se atribuye haber usado por primera vez la palabra nationalismus, es seguramente el único pensador de vuelo intelectual de que pueda jactarse la ideología nacionalista. Pero, en verdad, Herder no fue un nacionalista en el sentido político y estatista con que, luego de él, resonaría esta doctrina. El pastor Herder, uno de los más severos críticos de la filosofía de la Ilustración, tenía hacia el Estado la misma desconfianza que tenemos los liberales. La nación que él defendió con tanto brío y erudición no era una entidad política sino una realidad cultural.
Más que padre del nacionalismo, Herder debería ser considerado padre del multiculturalismo contemporáneo. Como muchos de sus compatriotas alemanes, comenzó celebrando la Revolución Francesa, pero, luego, el terror jacobino y las conquistas del ejército revolucionario lo convirtieron en un enemigo declarado de todo lo que tiende a uniformizar o disolver las culturas locales dentro de una cultura universal. Él defendía la excepción, lo particular, el derecho de las lenguas y las culturas pequeñas a la supervivencia, a no ser arrolladas y borradas por las grandes, algo que no sólo es perfectamente válido desde la perspectiva de la democracia, sino requisito primordial básico para que ella exista. Herder fue el primer pensador en avizorar, antes de que la palabra y el concepto existieran, los peligros para las culturas locales de lo que ahora llamamos "globalización". Muy claramente se opuso a que los individuos concretos y particulares fueran sacrificados en nombre de abstracciones políticas. Si se confina dentro de los límites en que lo ciñó el pensamiento de Herder, el nacionalismo puede prestar un provechoso servicio a la cultura democrática. Pero no nos engañemos: sólo se resignará a replegarse dentro de ellos cuando una ofensiva intelectual y política, y una fuerza electoral suficientemente persuasivas, no le dejen alternativa.
-Bibliografía:
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Isaiah Berlin, Vico and Herder, Two Studies in the History of Ideas, Hogarth Press, Londres, 1976.
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Elie Kedouri, Nationalism, Blackwell Publishers, Oxford, 1981.
K. R. Popper, The Open Society and its Enemies, vols. i-II, Routledge & Kegan Paul, Londres, 1986.
Fernando Savater, "¿Tambores de paz?", El País, Madrid, 20 de septiembre de 1998.
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Aleix Vidal-Quadras, Amarás a tu tribu, Planeta, Barcelona, 1998.
Aleix Vidal-Quadras, "El conjuro del exorcista", El País, 16 de febrero de 1998.
Friedrich Hayek escribió en Camino de servidumbre (1944/1945) que los dos mayores peligros para la civilización eran el socialismo y el nacionalismo. El gran economista austriaco seguramente hubiera enmendado esa frase en nuestros días, suprimiendo en ella el vocablo socialismo y reemplazándolo por integrismo religioso.
El socialismo al que Hayek se refería era el marxista, enemistado a muerte con la democracia liberal, a la que estigmatizaba como máscara de la explotación capitalista. Ese socialismo quería acabar con la propiedad privada de los medios de producción, colectivizar la tierra, nacionalizar las empresas, centralizar y planificar la economía e instalar la dictadura del proletariado como paso inicial hacia la futura sociedad sin clases. Aquel socialismo marxista desapareció con la desintegración de la Unión Soviética y la conversión de China Popular al capitalismo autoritario del partido único. Su epitafio fue la caída del Muro de Berlín, hace diez años. Sus sobrevivientes, como Corea del Norte y Cuba, son anacronismos en vías de extinción.
El socialismo que existe, y que goza de excelente salud, afortunadamente para la cultura democrática, ya no es socialista sino de nombre. Acepta que la empresa privada produce más empleo y riqueza que la pública, sobre todo en un régimen de mercado, y es un convencido valedor del pluralismo político, las elecciones, la libertad y el Estado de Derecho. Este socialismo ha dejado de ser ideológico y se ha vuelto ético. En vez de preparar la revolución está empeñado en la defensa del estado del bienestar, de políticas públicas de asistencia social a los parados, los ancianos, las minorías desvalidas, y en una redistribución de la riqueza a través del impuesto para corregir lo que llama desequilibrios del mercado. En muchos casos, estas políticas, en el campo económico y social, resultan poco diferenciables de las que promueven los liberales o los conservadores. De hecho, en nuestros días, sería laborioso tratar de encontrar diferencias significativas entre las políticas económicas del gobierno socialista de Tony Blair en el Reino Unido y las del conservador (perdón, centrista) José María Aznar en España, o entre las que aplicó la democracia cristiana de Helmut Kohl en Alemania y las que impulsa su sucesor, el social-demócrata Gerhard Schröeder. Este socialismo ya no es un enemigo, sino un componente central de la cultura democrática en el mundo moderno.
El nacionalismo, en cambio, sigue, y, me temo, seguirá siéndolo cada vez más en el futuro. No de la manera explícita con que aparecía cuando Hayek estampó aquella frase, encarnado en los rostros tremebundos del nazismo de Hitler, el fascismo de Mussolini o del franquismo. En nuestros días, el nacionalismo ya no es tan unívoco ni tan sesgado hacia el extremismo derechista como entonces; hoy es, más bien, un animal proliferante y escurridizo, de muchas cabezas, que adopta comportamientos diversos y adversarios entre sí. Contrariamente a lo que muchos optimistas llegaron a pensar, que, luego de la hecatombe de las dos guerras mundiales provocadas por él, iría languideciendo hasta desvanecerse, o vegetaría en los márgenes de la vida política de las naciones occidentales, enquistado en grupúsculos huérfanos de representación electoral, el nacionalismo ha experimentado un notable resurgimiento.
Esto es válido sobre todo para España, donde poderosos movimientos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco (y, de menor caudal, en Galicia y Canarias) plantean un riesgo de fragmentación a una soberanía que cuestionan, algunos pacíficamente y, otros, con métodos violentos. Pero también lo es en países donde el nacionalismo parecía más apagado. En el Reino Unido, por ejemplo, hasta hace pocos años, el Partido Nacionalista Escocés era una simpática curiosidad folclórica con faldas a cuadritos multicolores y gaitas. Hoy es la segunda fuerza política de Escocia, donde, por primera vez en la historia moderna de Gran Bretaña, las encuestas revelan que casi la mitad de los escoceses son favorables a la independencia. En Francia, Le Front National de Le Pen, antes de dividirse, atrajo en un momento entre el 15 y el 20% del electorado. En Austria casi un tercio de los votos respalda el llamado Partido Liberal de Jorg Haider. En Italia, aunque algo disminuido, el movimiento nacionalista de Umberto Bossi, la Liga Lombarda, sigue empeñado, en teoría, en desgarrar al país, separando del resto a todo el Norte, la fantasmal Padania.
Se me objetará, luego de estos rápidos ejemplos, que, bajo la etiqueta de nacionalismo, meto en una misma canasta huevos de gallina, de pichón, de avestruz y hasta del literario basilisco. ¿Acaso son la misma cosa? Precisamente, una de las mayores dificultades para hablar del nacionalismo consiste en que esa doctrina protoplasmática se reproduce y manifiesta con apariencias y formas diferentes, aunque, en su secreta raíz, esa diversidad coincida en unos cuantos rasgos que me gustaría tratar de describir, porque es esa entraña, no la envoltura circunstancial, lo que constituye una amenaza a la cultura democrática.
A un líder del Partido Revolucionario Institucional mexicano se atribuye haber explicado la filiación ideológica de su partido con esta afirmación, digna de Mario Moreno, Cantinflas: "El PRI no es de derecha ni de izquierda sino todo lo contrario". Un galimatías conceptual parecido asoma cuando se busca situar al nacionalismo dentro de las tradicionales categorías de izquierda y derecha. Él se mueve sin dificultad entre esas antípodas, y adopta, a veces, semblante radical, como, en España, ETA o Terra Lliure, o el IRA en Irlanda del Norte, o se identifica con posiciones inequívocamente conservadoras, cuando encarna en Convergencia y Unió o el PNV (el Partido Nacionalista Vasco). Aunque también es frecuente que sea de izquierda antes de llegar al poder, y cuando lo captura se vuelva de derecha, como le ocurrió al FLN argelino y a casi todos los movimientos nacionalistas árabes.
Atención, no estoy borrando las fronteras abismales que separan a los nacionalistas que practican el terrorismo de los nacionalistas que actúan en la legalidad y rechazan los métodos violentos. Naturalmente que constituye una diferencia sustancial defender un ideal de manera pacífica, por la vía de las elecciones y dentro de la ley, o asesinando, secuestrando y plantando coches bomba. Son diferencias que, en términos prácticos, permiten la coexistencia social o la crispan hasta hacerla estallar en una orgía de sangre, como ocurrió en Bosnia y en Kosovo y está ocurriendo en Macedonia. Pero, sin que esto signifique devaluar el compromiso con el pacifismo y la legalidad de los movimientos nacionalistas que rechazan la acción directa y optan por la vía electoral, debo decir también que no son los métodos y las conductas lo que determina que un movimiento político sea nacionalista, sino un núcleo básico de afirmaciones y creencias que todos los nacionalistas —pacíficos o violentos— suscriben.
He dicho afirmaciones y creencias, no ideas, de manera deliberada. El punto de partida de toda doctrina nacionalista es un acto de fe, no una concepción racional y pragmática de la historia y de la sociedad. Un acto de fe colectivista, que imbuye a una entidad mítica —la nación— de atributos trascendentales, capaces de mantenerse intangibles en el tiempo, indemnes a las circunstancias y a los cambios históricos, preservando una coherencia, homogeneidad y unidad de sustancia entre sus miembros y elementos constitutivos, aunque, en la contingencia, aquella unidad sea invisible y pertenezca al dominio de la ficción.
Junto al colectivismo, el esencialismo metafísico es ingrediente central del nacionalismo. Para esta doctrina, los individuos no existen separados de la nación, placenta materna que les da el ser, la identidad, palabra clave de la retórica nacionalista, que los vivifica social, cultural y políticamente, y que se manifiesta a través de ellos en la lengua que hablan, las costumbres que practican, las vicisitudes de una historia que comparten, y, también, en algunos casos, en la religión, la etnia o raza a la que pertenecen, o, incluso, la conformación craneal y el grupo sanguíneo de que Dios o el azar quiso dotarlos.
Esta utópica noción de una comunidad perfectamente homogénea y unitaria se desvanece apenas intentamos contrastarla con las naciones reales y concretas de la pedestre realidad, donde, todas, unas más, otras menos, lucen una heterogeneidad flagrante, en los dominios cultural, racial y social, al extremo de que la noción de "identidad colectiva" —no se diga de "identidad nacional"— resulta un concepto falaz, que, bajo su pretensión uniformizadora, desnaturaliza siempre una rica y fecunda diversidad humana. El nacionalismo contrarresta este desmentido a sus tesis con otra de sus llaves maestras, el victimismo: una larga lista de agravios históricos y usurpaciones políticas y culturales de la potencia colonizadora e imperial para destruir, contaminar y degenerar a la nación víctima. Algo que aquélla ha intentado e intenta todavía, pero, alto ahí, sin conseguirlo nunca. No importa cuán feroces hayan sido los crímenes cometidos por el conquistador, ni cuántos siglos haya durado aquel genocidio sistemático para privar a la nación invadida, ocupada y "aculturada", ésta sobrevive. La nación víctima, digan lo que digan las mentirosas apariencias, por debajo de ellas ha seguido resistiendo, conservando su esencia, fiel a sus ancestros y a sus fuentes, con el alma intacta, esperando la hora de la redención de su soberanía arrebatada y de su libertad suprimida.
Naturalmente, esta lista de agravios se asienta casi siempre en algunas verdades históricas. Pero sería un error creer que las violencias y abusos cometidos en el pasado por pueblos fuertes contra pueblos débiles son la razón de ser del nacionalismo. Si fuera así, el nacionalismo proliferaría como una epidemia en todas las comarcas del planeta. ¿Hay acaso algún país que no tenga desagravios que reclamar a la historia? No hay sociedad que, cuando vuelve la cabeza y escruta su pasado, no se encuentre con un espectáculo de horror, de crímenes y atropellos indecibles que se cometían tanto transversal —entre sociedades, pueblos y naciones— como verticalmente —entre clases e individuos poderosos contra clases, grupos e individuos inermes en el interior de cada sociedad—, lo que hace de la historia de todos los países, también, aunque no únicamente, una historia universal de la infamia. Si se trata de ajustar cuentas al pasado, ¿alguien duda de que un extremeño, un andaluz, un castellano padecieron menos de la prepotencia, la intolerancia, los abusos de los poderosos que vascos, catalanes o gallegos? Pero sólo para el nacionalismo aquellas injusticias históricas son colectivas y hereditarias, como el pecado original.
El nacionalismo necesita de aquellos agravios históricos para justificar sus pretensiones de víctima de una injusticia atávica de carácter comunitario a la que sólo dará satisfacción la reconquista de la independencia perdida. Los necesita, también, para explicar la supuesta adulteración de la unidad nacional —en el dominio de la lengua, de la cultura, de las instituciones y hasta de la raza— y para justificar las políticas que se propone impulsar desde el poder a fin de restablecer la pureza e integridad de la nación, maculadas por siglos de dominio extranjero.
Cataluña es una sociedad bilingüe, con —cifras más, cifras menos— un 50% de catalano-hablantes y un 50% de castellano-hablantes, con la particularidad de que la casi totalidad de catalanes que hablan catalán también hablan castellano. Esta particularidad es, en verdad, un privilegio, que hace de la mayoría de los catalanes señores y ciudadanos de dos culturas y tradiciones que les pertenecen por igual. Ya que en Cataluña, como ha dicho Vidal-Quadras, "las dos lenguas no están separadas por una frontera divisoria, sino que están presentes en cada provincia, en cada comarca, en cada ciudad, en cada barrio, en cada inmueble, en cada rellano..." Aceptar esta realidad cultural pondría al nacionalismo en un aprieto, pues lo condenaría a revisar el supuesto básico nacionalista de la homogeneidad lingüística y la unidad cultural, y a diseñar políticas educativas y culturales que respetaran y fomentaran ese bilingüismo.
Como nadie reniega de sí mismo, y menos que nadie un partido político, los nacionalistas en el poder explican que la situación cultural de Cataluña resulta de un atropello histórico: la persecución de que han sido víctimas la lengua y la cultura catalanas por unos gobiernos que impusieron las de la potencia imperial. La política de "normalización lingüística" tiene, pues, por objeto corregir aquella injusticia pasada y devolverle al catalán el protagonismo que perdió por un acto de fuerza. En la práctica, sin embargo, la corrección de esa injusticia pasada ha mudado en una injusticia equivalente: discriminar la enseñanza del castellano en Cataluña, imponiendo cada vez más, en los colegios y en la administración, como lengua preferencial (y a veces única) el catalán.
Semejante política es inevitable en todo partido nacionalista que sea fiel a sí mismo, es decir, que, partiendo de su idea de lo que es la nación, trate de convertir esta ficción en realidad. Naturalmente, esta política de "discriminación positiva" o "normalización" (bellos eufemismos) se sale a veces, por su propia dinámica, del cauce benigno y razonable en que pretenden querer sujetarla las autoridades. La realidad es que, por su naturaleza misma, este género de medidas, orientadas a retroceder la realidad presente de una sociedad bicultural o multicultural hacia una mítica unidad lingüística que justifique la visión histórica del nacionalismo, se traduce a la corta o a la larga en violaciones de los derechos humanos, empezando por el de la libertad individual y el derecho a la libre elección. No cabe la menor duda de que muchos nacionalistas vascos, pacíficos y bien intencionados, quedaron espantados, hace unos meses, cuando se dio a conocer, con justificado escándalo, que en una ikastola del País Vasco se castigaba, obligándolos a llevar los bolsillos llenos de piedras, a los niños a quienes se sorprendía hablando español en vez de eusquera. Y que eran sinceros al decir que una golondrina no hace verano y que no se podía llamar política del gobierno autonómico a los excesos de celo de algunos militantes o funcionarios aislados. Sin embargo, lo cierto es que, a pesar de la vocación pacífica de la mayoría de los nacionalistas, en esta ideología, en su concepción del hombre, de la sociedad y de la historia, anida una semilla de violencia, que germina sin remedio cuando se vuelve acción de gobierno, si el nacionalismo es consecuente con sus postulados, sobre todo el principal: su empeño por reconstruir aquello que Benedict Anderson llama "la comunidad imaginada", es decir la ilusoria nación integrada cultural, social y lingüísticamente, en cuyos retoños humanos se transustanciaría la identidad nacional. Fernando Savater, un pensador vasco, explica así el irremediable parentesco entre totalitarismo y nacionalismo en el caso de ETA:
El totalitarismo consiste en la negación exterminadora del otro, no en la hostilidad al adversario político. Para ETA sólo son vascos viables —es decir, no candidatos al exilio o a la liquidación— los nacionalistas de uno u otro signo, sean los que se equivocaron aceptando el estatuto de autonomía, los héroes que lo rechazaron desde el principio o los conversos que poco a poco han llegado a la luz. El resto son españolistas recientemente envalentonados que viven entre los vascos, contra los cuales se predica sin rodeos la "persecución social" y con cuyos partidos se prohíbe taxativamente cualquier tipo de convenio político: exeunt omnes.
Como la historia verdadera no encaja, o lo hace sólo a trompicones, con la versión nacionalista del pasado, es inevitable que el nacionalismo acomode aquella historia, embelleciéndola o deformándola, para que sirva a sus propósitos y le proporcione una base de sustentación. Un libro de indispensable lectura —El bucle melancólico, de Jon Juaristi— documenta con copiosa información y gran sutileza de análisis este proceso de ficcionalización de la historia, con fines de actualidad política, del nacionalismo vasco. La mayor parte de los poemas, canciones, ficciones, artículos, memorias que Jon Juaristi escudriña tienen escaso valor literario y no trascienden un horizonte localista (una de las excepciones son los ensayos de Unamuno). Sin embargo, la agudeza del crítico nos revela, en la misma indigencia artística y la pobreza conceptual de aquellos textos, unos contenidos sentimentales, religiosos e ideológicos que son iluminadores sobre la razón de ser del nacionalismo en general y del terrorismo etarra en particular.
Juaristi llama "melancolía" a la añoranza de lo que no existió, a un estado de ánimo de feroz nostalgia de algo ido, espléndido, que conjuga la felicidad con la justicia, la belleza con la verdad, la salud con la armonía: el paraíso perdido. Que éste —la nación de los nacionalistas— nunca fuera una realidad tangible, no es obstáculo para que los seres humanos, dotados de ese instrumento terrible y formidable que es la imaginación, terminen por fabricarlo. Para eso existe la ficción: para poblar los vacíos de la vida con los fantasmas que la cobardía, la generosidad, el miedo o la imbecilidad de los hombres requieren a fin de completar sus vidas. Esos fantasmas que la ficción inserta en la realidad pueden ser benignos, inocuos o malignos. Los nacionalismos pertenecen a esta última estirpe.
Juaristi muestra en su libro el proceso de edificación de los mitos, rituales, liturgias, fantasías históricas, leyendas y delirios lingüísticos que sostienen al nacionalismo vasco, y su enquistamiento en una campana neumática solipsista, que le permite preservar aquella ficción e inmunizarla contra todo examen crítico. Las verdades que proclama una ideología nacionalista no son racionales; son, ya lo he dicho, dogmas, actos de fe. Por eso, como hacen las iglesias, los nacionalismos no dialogan: santifican y excomulgan. El nacionalismo tiene que ver mucho más con el instinto y la pasión que con la inteligencia y su fuerza no está en las ideas sino en las creencias y los mitos. Por eso, se halla más cerca de la literatura y de la religión que de la filosofía o la ciencia política, y para entenderlo pueden ser más útiles los poemas, las novelas y hasta las gramáticas que los estudios históricos y sociológicos. Benedict Anderson, por ejemplo, en Imagined Communities, su estudio sobre el nacionalismo, explora a través de las ficciones del filipino José Rizal, el mexicano José Fernández de Lizardi y el indonesio Mas Marco Kartodikromo el desarrollo de la idea de nación que activara el movimiento nacionalista en aquellas antiguas colonias europeas en Asia y América.
Que la ideología nacionalista esté, en lo esencial, desasida de la realidad objetiva y que se vea obligada, para justificarse, a una deformación sistemática de la historia, no significa, claro está, que no sirva para atizar la hoguera que enciende los agravios, injusticias y frustraciones de que una sociedad es víctima. Sin embargo, leyendo El bucle melancólico se advierte algo alarmante: aun si el País Vasco no hubiera sido objeto, en el pasado, sobre todo durante el régimen de Franco, de vejaciones y prohibiciones intolerables contra el eusquera y las tradiciones locales, la semilla nacionalista hubiera germinado también, porque la tierra en que ella cae y los abonos que la hacen crecer no son de este mundo concreto. Sólo existen, como los de las novelas y las leyendas, en la más recóndita subjetividad, y aparecen al conjuro de una insatisfacción y rechazo de lo existente, sentimientos que son canalizados por unas minorías —los partidos nacionalistas— para alcanzar el poder político. Lo que Juaristi llama, con ayuda de Freud, "melancolía", impulso inicial de que se alimenta el nacionalismo, Karl Popper lo definía como sometimiento al "llamado de la tribu", o resistencia recóndita en los seres humanos a la responsabilidad de asumir las obligaciones y los riesgos de la libertad individual, y la estrategia de rehuirla, amparándose en alguna categoría gregaria, en algún ser colectivo, en este caso la nación (en otros, la raza, la clase o la religión). Para Durkheim, todas las ideologías colectivistas, como el nacionalismo, resultaron de la desaparición de las jerarquías tradicionales y órdenes de la vida social, debido a la centralización y la racionalización burocrática que el progreso industrial requería. Al verse privado de la seguridad emocional y social de esas comunidades preindustriales —la tribu—, el hombre buscó refugios colectivistas, como el que provee la primaria doctrina nacionalista, convirtiendo la pertenencia a una nación en un valor supremo, en el privilegio de ser parte de una dinastía selecta y exclusiva, ontológicamente solidaria, de seres muertos, vivos y por vivir.
Para Elie Kedourie, uno de los más perceptivos analistas del nacionalismo, éste habría nacido como doctrina desviada de la teoría kantiana de la "autodeterminación" del individuo libre.
Fichte, según él, reemplazó esta idea con la tesis de la autodeterminación de las naciones, entidades que daban al individuo su propia identidad. Y Herder, sin quererlo, completó esta noción con su férvida defensa de las culturas y las lenguas como fundamentos de la nación. Este es el camino, según Kedourie, por el que las doctrinas nacionalistas fueron adquiriendo derecho de ciudad en la historia moderna, exacerbándose en algunos casos con conceptos racistas y delirios mesiánicos hasta alcanzar su apocalíptico apogeo con Hitler. Pero no es esta la única vena del nacionalismo; también lo es la que nace en el tercer mundo como respuesta al colonialismo y las políticas imperialistas de las potencias occidentales, de las que serían ejemplo el sionismo y los movimientos nacionalistas árabes.
Según Ernest Gellner "es el nacionalismo el que inventa las naciones y no lo contrario". El nacionalismo, un producto, según él, típico de la sociedad industrial, utiliza de manera selectiva la preexistente proliferación de culturas en el seno de un país, y transforma a éstas de manera tan radical como artificiosa, resucitando lenguas muertas, inventando tradiciones y restaurando unas "ficticias purezas prístinas".
La diversidad de métodos y comportamientos, así como las circunstancias distintas en que han nacido los movimientos nacionalistas, aconsejan prudencia a la hora de hacer generalizaciones. Pero una que cabe hacer sin vacilar es que el nacionalismo tiene una entraña irracional —nazca de la melancolía, la desesperación, la anomia, el miedo a la libertad o la protesta contra la invasión colonial— y que, debido a ello, deriva con facilidad hacia prácticas violentas, y llega a veces, como ETA en España o el IRA y los Provisionals en Irlanda del Norte, a cometer crímenes abominables en nombre de su ideal. Que haya partidos nacionalistas moderados, pacíficos, y militantes nacionalistas de impecable vocación democrática, que se empeñan en actuar dentro de la ley y el sentido común, no modifica el hecho incontrovertible de que, si es coherente, y lleva a sus últimas consecuencias los principios que constituyen su razón de ser, todo nacionalismo desemboca tarde o temprano en prácticas intolerantes y discriminatorias, y en un abierto o solapado racismo. No tiene escapatoria. Como esa nación homogénea, pura, cultural y étnica, y a veces religiosa, que lo inspira y que pretende restaurar, nunca existió —y si alguna vez existió desapareció en el curso de la historia—, está obligado a crearla, a imponerla en la realidad, y la única manera de conseguirlo es la coerción.
Tal vez en ningún otro dominio sean tan explícitos los estragos que el nacionalismo causa como en la cultura. Si la pertenencia a esa abstracción colectiva, la nación, es el valor supremo, y si éste es el prisma elegido para juzgar las creaciones literarias y artísticas, ¿qué puede esperarse como resultado de tan confusa y disparatada tabla de valores? La perspectiva nacionalista tiende a rechazar o minusvalorar toda creación del espíritu que, en vez de magnificar o privilegiar los valores locales —lo regional, lo nacional, lo folclórico—, los relegue, ridiculice, niegue o, simplemente, los minimice dentro de una perspectiva cosmopolita o universal, o los refracte en lo individual, realidades humanas difícilmente identificables con lo nacional. Para el nacionalismo, las creaciones literarias más respetadas y respetables son aquellas que confirman sus prejuicios sobre las identidades colectivas. Esto, en la práctica, significa la promoción del arte regionalista o folclórico como modélico, y el ensimismamiento provinciano, una consecuencia que ha resultado siempre, en todas partes, de las políticas culturales nacionalistas. Esa es la razón por la que el nacionalismo no ha producido hasta ahora nada digno de memoria en la literatura y las artes y por la que, como dice el profesor Ernest Gellner, "los profetas del nacionalismo no han ingresado nunca a la primera división en materia de pensamiento" ("the prophets of nationalism were not anywhere near the First Division, when it came to the business of thinking") (Nations and Nationalism, p. 124).
Quisiera, para ilustrar lo que digo, citar el testimonio de otro libro: Contra Catalunya, de Arcadi Espada. El autor, un periodista catalán, describe, a partir de su experiencia personal de joven que padeció los últimos años del franquismo, y vivió desde adentro la transición hacia la libertad, una Cataluña que pasó de la dictadura fascista a una democracia, que resultó empobrecida —para no decir mediatizada— por un nacionalismo que desde hace cuatro lustros ejercita un dominio aplastante sobre su vida política y cultural.
El libro oxida el nacionalismo, no con argumentos ideológicos, sino mostrando los desvaríos y cursilerías insoportables que causa en distintos órdenes, así como la lenta asfixia del pensamiento crítico. Debido al temor de ser acusados de actuar "contra Catalunya", e incurrir en una suerte de satanización moral, pocos osan contradecir ciertos mitos y tabúes impuestos por los nacionalistas, y los que se atreven a hacerlo, como Aleix Vidal-Quadras, ya saben lo que les espera: la satanización. Gracias a esta invisible censura muchos temas se han vuelto intocables o se han deformado hasta lo irreconocible, dice Espada: desde el escamoteo histórico de la posición fascista que adoptaron muchos catalanes durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco, hasta la abolición mágica del hecho social y económico que representan los inmigrantes, un elevado porcentaje de la población de Cataluña, que no hablan catalán y son, sin embargo, catalanes, pues viven y trabajan allí, y porque han contribuido con su trabajo, de dos o más generaciones, a la prosperidad de Cataluña. Los hombres y mujeres de este vasto sector —"los pobres", los llama Espada— no están representados en el gobierno nacionalista de la Generalitat, y, además de reducidos cada vez más a una condición fantasmal, de parias culturales, se ven ontológicamente disminuidos, por una idea de Cataluña que los enfrenta a este dilema: integrados o apestados. El libro de Arcadi Espada muestra, con innumerables pequeños ejemplos, el provincianismo y la ridiculez a que se ve fatalmente abocada una política cultural nacionalista cuya función es proporcionar materiales para la "identidad" que se quiere fabricar. En el paisaje que diseña el testimonio de Espada —como en ciertas fulminaciones periodísticas de Félix de Azúa o en los ensayos políticos de Aleix Vidal-Quadras— se ve el daño que el nacionalismo viene infligiendo a una tierra que se caracterizó siempre por ser la más culta y europea de España, y que se va rezagando culturalmente debido a una doctrina que se empeña en colocar avisos por doquier que digan: "Sólo para catalanes". Pero ni siquiera para todos los catalanes: sólo aquellos que responden al identikit nacionalista. Los demás no lo son, pues no merecen serlo.
No soy un pesimista ni tampoco un optimista profesional. Creo que la tarea intelectual —no así la artística— tiene la obligación de esforzarse por mantenerse dentro del realismo. Y el realismo obliga a reconocer que el nacionalismo —si se prefiere, los nacionalismos— es el problema más grave que enfrenta España. Este problema pareció aliviarse no hace mucho con la decisión de ETA de poner las armas de lado y empezar a negociar. La tregua, explicablemente, despertó grandes esperanzas en la sociedad española, y sobre todo en la sufrida sociedad vasca. Pero la ilusión duró muy poco, y ahora se han renovado los crímenes y atentados etarras.
Debido a la naturaleza irracional y finalista del nacionalismo, las concesiones y transacciones políticas e ideológicas, en vez de apaciguarlo, suelen, como las banderillas a los toros de raza, embravecerlo e inducirlo a exigir más. Ese apetito insaciable forma parte de su naturaleza. La Constitución española de 1978 significó un admirable esfuerzo ético y jurídico por hacer de España una sociedad plural y democrática, "una nación de naciones y de regiones", en palabras de Gregorio Peres-Barba, uno de los constitucionalistas. El texto constitucional y el régimen de las autonomías reconoce el derecho de Cataluña, el País Vasco y Galicia a considerarse "naciones", categoría más elevada y distinta que la de "regiones", y a desarrollar y promover su lengua y cultura en la más irrestricta libertad; además, les concede una amplia gama de competencias administrativas, económicas, educativas y políticas. Muchos creyeron que los estatutos de las autonomías servirían para desactivar de manera preventiva el polvorín de recriminaciones nacionalistas contra los abusos del centralismo, y ganar de este modo a los sectores más amplios de Cataluña, el País Vasco y Galicia a la idea de la coexistencia en la diversidad de la España descentralizada y pluralista diseñada por el texto constitucional. Un cuarto de siglo después, es evidente que aquello fue una ilusión. Los movimientos nacionalistas, en vez de languidecer, se han robustecido y siguen esgrimiendo el mismo catálogo de cargos contra supuestas injusticias y postergaciones, prejuicios y discriminaciones de que serían objeto por parte de un Estado español del que hablan como algo ajeno e incluso hostil. Lo ha dicho el líder del PNV, señor Arzalluz, con claridad meridiana: "El País Vasco no cabe en esta Constitución". Como si nada hubiera pasado y la Constitución de 1978 y el régimen autonómico no significaran, desde la perspectiva de Cataluña, el País Vasco y Galicia, sino un cambio de disfraces, debajo de los cuales la España democrática, al igual que lo hizo la España dictatorial, siguiera oprimiendo y discriminando a sus "colonias" internas. Esto es, desde luego, una delirante fantasía ideológica. Pero cuando una ficción es respaldada por una mayoría electoral relativa, como ha ocurrido en Cataluña y el País Vasco, o por un considerable número de electores, como en Galicia, pasa a convertirse en una inquietante realidad política.
El hecho de que, en las anteriores legislaturas, las elecciones obligaran, primero al PSOE, y luego al PP, para formar gobierno, a aliarse con los partidos nacionalistas, despertó, en algunos, esperanzas de que esas alianzas tuvieran un efecto desactivador de los objetivos finalistas del nacionalismo —la independencia— y fueran llevando a estos partidos a asumir responsabilidades en el gobierno central, a consecuencia de lo cual se iría diluyendo cada vez más su nacionalismo, hasta hacerlo compatible, en la práctica primero, luego en la teoría, con la idea de la España plural. Tampoco ha ocurrido así. Convergencia y Unió y el Partido Nacionalista Vasco dieron sus votos al partido de gobierno para que sobreviviera, pero no cogobernaron con él, y más bien utilizaron su privilegiada posición para presionar al gobierno central, pedir concesiones y hacer avanzar su propia agenda, de la que hasta ahora no se han desviado un milímetro. Todo eso es perfectamente legítimo, desde luego; la democracia funciona de este modo. Pero lo evidente es que la coyuntural alianza parlamentaria de los nacionalismos periféricos con los partidos llamados estatalistas (horrenda palabra que equivale ya a una descalificación eufónica) no sirvió para aminorar un ápice la convicción política de aquellos que, dentro de la legalidad, sin el ruido y la furia de los extremistas, trabajan sistemáticamente por ese objetivo final, edulcorado con un envoltorio retórico delicado —la autodeterminación—, es decir, en buen castellano, la desintegración de España.
No creo que esta desintegración llegue a ocurrir, ni, por supuesto, quisiera que ocurra. No porque sea un "nacionalista españolista" ni nada que se le parezca, sino porque tengo el convencimiento de que el estallido de España en un puñado de naciones independientes (¿cuántas?, ¿tres?, ¿cuatro?) no traería más libertad, ni mejores condiciones de vida, ni una actividad cultural más rica, ni más oportunidades de desarrollo y trabajo, ni a vascos ni a catalanes, y sí, en cambio, un empobrecimiento generalizado en todos esos órdenes, además de convulsiones sociales y políticas de muy incierta (y acaso siniestra) evolución. Es verdad que la disolución de Checoslovaquia no significó el fin del mundo para los eslovacos que la provocaron: sólo mediocrizarse, bajo una seudodemocracia autoritaria y bastante corrompida, como la que instaló el gobierno nacionalista del señor Vladimir Meciar. En cambio, la explosión de Yugoslavia activada por los nacionalismos serbio, croata, bosnio y kosovar ha sembrado de más de doscientos mil muertos ese territorio, y sigue ensangrentando Macedonia. Salvo satisfacer las ansias de poder de unos cuerpos políticos determinados, la realización del ideal nacionalista no haría avanzar, sino retroceder, la cultura democrática en Cataluña y el País Vasco, o Galicia. En estas regiones, aun cuando el nacionalismo obtenga mayorías relativas de votos, hay vastos sectores, mayoritarios en términos absolutos, que no han sucumbido a la propaganda y a la retórica de la ficción nacionalista, y que, sin por ello sentirse menos solidarios ni leales con su mundo particular, con su patria chica, se sienten españoles y quieren seguir siendo parte de España, antiguo país, patria común, multirracial, multicultural, cuyas vicisitudes, esperanzas, caídas y recuperaciones sienten y son también suyas. Esos catalanes, vascos, gallegos que quieren seguir siendo españoles participan con voz discreta en el debate sobre el tema del nacionalismo, un extraño debate en el que la voz cantante la tienen casi exclusivamente los nacionalistas. Hay unas minorías valerosas que lo combaten, desde luego, sin dejarse intimidar. Pero a muchísimos no se les oye exponer sus razones en contra del nacionalismo, porque la coyuntura política los obliga a ser prudentes —en el País Vasco se juegan la vida si lo hacen— o porque se han dejado derrotar de antemano por la intimidación moral, tan eficazmente usada por los nacionalistas, de que quien critica a los nacionalismos periféricos se convierte automáticamente en un "nacionalista españolista", es decir, en un retrógrado y un carca. Esa es, desde luego, otra ficción. Pero, como chantaje moral, ha conseguido silenciar a muchos vascos y catalanes. El esperpento llamado "nacionalismo españolista" es, hoy, en España, una postura de grupos y grupúsculos de extrema derecha insignificantes, sin el menor respaldo electoral. La verdad es que el español promedio observa el fenómeno de los nacionalismos con una mezcla de desinterés y fatalismo, como si, en última instancia, el asunto no le concerniera, o como si, en cualquier caso, fuera inútil su intervención, porque lo que tiene que ocurrir fatalmente ocurrirá. Esa actitud escéptica puede ser altamente civilizada, pero puede también ser suicida. Nadie ha alertado sobre lo que esto podría generar mejor que un catalán, el filósofo Eugenio Trías:
Ante el comprensible sentimiento de hastío y hartazgo que el hostigamiento de los nacionalismos periféricos produce sería letal que se generalizara una actitud cada vez más perceptible en muchos españoles: "Que se vayan, que nos dejen en paz; si ellos no ponen fronteras y aduanas, las pondremos nosotros". Es desmoralizador el efecto que esta actitud provoca en aquellos sectores que sufren los desmanes nacionalistas, no a través del mando a distancia, sino desde dentro de las comunidades donde éstos gobiernan.
Mi opinión es que los nacionalismos deben ser intelectual y políticamente combatidos, todos, de manera resuelta, sin complejos, no en nombre de un nacionalismo de distinta figura, sino de la cultura democrática y de la libertad. Es decir, de la cultura que España abrazó con el entusiasmo de la inmensa mayoría de los españoles a partir de 1978, y cuyo espíritu impregna la Constitución vigente y el Estatuto de las autonomías. Estos textos pueden ser enmendados y perfeccionados, desde luego: la reforma es uno de los motores del progreso. Pero sin traicionar el espíritu pluralista que los anima, de "proyecto sugestivo de vida en común", según la fórmula de Ortega y Gasset, o de "plebiscito cotidiano", en palabras de Renan, que flexibiliza hasta el límite la descentralización española, a fin de garantizar, de un lado, las culturas, tradiciones y particularismos regionales y, de otro, preservar la unidad nacional. De este equilibrio no depende sólo el futuro y la fuerza de España ante el formidable desafío que representa su incorporación a Europa, en el pelotón de vanguardia. Depende, sobre todo, la preservación y profundización de esa libertad, diversidad y racionalidad en la organización de la sociedad que son profundamente írritas a las ideologías y a las prácticas nacionalistas. El nacionalismo sólo comenzará a ceder el campo cuando en las regiones donde ahora campea se haga evidente lo que para quienes lo combatimos es una verdad transparente: que no hay un solo agravio, injusticia, prejuicio o postergación verídicas, reales, de la agenda nacionalista, que no pueda encontrar remedio o satisfacción en el régimen de libertades y de legalidad que impera hoy en España, y que, por el contrario, este régimen de pluralismo y libertades se vería seriamente comprometido si triunfaran los designios exclusivistas y discriminatorios del nacionalismo.
Si esta verdad llega a ser aceptada por una mayoría significativa en las regiones periféricas de España —algo que no es imposible—, el nacionalismo experimentará entonces, acaso, un proceso equivalente a aquel que ha hecho del socialismo en los tiempos modernos una fuerza democrática: vaciarse de contenido y mudar de naturaleza, aunque conserve su nombre y algo de su retórica. Es decir, a abandonar su vocación colectivista y excluyente, y adoptar, quizás, una línea de defensa de la diversidad cultural, algo que, por lo demás, está en la tradición de la más respetable de sus fuentes: aquella que surte de la obra del pastor alemán Johan Gottfried von Herder (1744-1803).
Herder, a quien se atribuye haber usado por primera vez la palabra nationalismus, es seguramente el único pensador de vuelo intelectual de que pueda jactarse la ideología nacionalista. Pero, en verdad, Herder no fue un nacionalista en el sentido político y estatista con que, luego de él, resonaría esta doctrina. El pastor Herder, uno de los más severos críticos de la filosofía de la Ilustración, tenía hacia el Estado la misma desconfianza que tenemos los liberales. La nación que él defendió con tanto brío y erudición no era una entidad política sino una realidad cultural.
Más que padre del nacionalismo, Herder debería ser considerado padre del multiculturalismo contemporáneo. Como muchos de sus compatriotas alemanes, comenzó celebrando la Revolución Francesa, pero, luego, el terror jacobino y las conquistas del ejército revolucionario lo convirtieron en un enemigo declarado de todo lo que tiende a uniformizar o disolver las culturas locales dentro de una cultura universal. Él defendía la excepción, lo particular, el derecho de las lenguas y las culturas pequeñas a la supervivencia, a no ser arrolladas y borradas por las grandes, algo que no sólo es perfectamente válido desde la perspectiva de la democracia, sino requisito primordial básico para que ella exista. Herder fue el primer pensador en avizorar, antes de que la palabra y el concepto existieran, los peligros para las culturas locales de lo que ahora llamamos "globalización". Muy claramente se opuso a que los individuos concretos y particulares fueran sacrificados en nombre de abstracciones políticas. Si se confina dentro de los límites en que lo ciñó el pensamiento de Herder, el nacionalismo puede prestar un provechoso servicio a la cultura democrática. Pero no nos engañemos: sólo se resignará a replegarse dentro de ellos cuando una ofensiva intelectual y política, y una fuerza electoral suficientemente persuasivas, no le dejen alternativa.
-Bibliografía:
Benedict Anderson, Imagined Communities, Reflections on the Origin and Spread of Nationalism (Revised Edition), Verso, Londres, 1983.
Isaiah Berlin, Vico and Herder, Two Studies in the History of Ideas, Hogarth Press, Londres, 1976.
Arcadi Espada, Contra Catalunya. Una crónica, Flor del Viento Ediciones, Barcelona, 1997.
Ernest Gellner, Nations and Nationalism, Blackwell Publishers, Oxford, 1983.
Friedrich Hayek, The Road to Serfdom, University of Chicago Press, Chicago, 1994.
Jon Juaristi, El bucle melancólico. Historias de nacionalistas vascos, Espasa Calpe, Madrid, 1997.
Elie Kedouri, Nationalism, Blackwell Publishers, Oxford, 1981.
K. R. Popper, The Open Society and its Enemies, vols. i-II, Routledge & Kegan Paul, Londres, 1986.
Fernando Savater, "¿Tambores de paz?", El País, Madrid, 20 de septiembre de 1998.
Eugenio Trías, "Aforismos para después de una tregua", El Mundo, Madrid, 3 de octubre de 1998.
Aleix Vidal-Quadras, Amarás a tu tribu, Planeta, Barcelona, 1998.
Aleix Vidal-Quadras, "El conjuro del exorcista", El País, 16 de febrero de 1998.
jueves, 15 de noviembre de 2007
El colapso de Ciutadans
Por Lázaro Covadlo. Una interpretación descarnada de la decadencia de un partido que despertó muchas ilusiones. Publicado en El Mundo el 15 de noviembre de 2007.
El colapso de los imperios supone una ley universal y nos enseña que todo lo que un día fue joven, lozano y lleno de esplendor, más tarde o más pronto acabará hecho cisco y el detritus, como mucho, servirá de abono para futuras construcciones sociales. En su día se derrumbaron Babilonia, el Imperio Persa, Grecia, Roma y, dando un salto en el tiempo, el Imperio Austro-Húngaro.También la movida madrileña y algunos matrimonios de mi barrio. La segunda ley de la termodinámica, conocida como entropía, determina la tendencia natural a la pérdida del orden en todo lo existente. Se desorganiza la relación entre los componentes de la materia y entonces las cosas empiezan a pudrirse, por lo cual se me estropeó la fruta que dejé fuera de la nevera. Vamos, que ante tanta decadencia te dan ganas de llorar.
Hay entidades que son destruidas desde el exterior, como pasó con el Tercer Reich, y otras que por si solas se pudren desde dentro, sin que sea necesario propinarle patadas. Tal la Unión Soviética, que cuando parecía gozar de su mayor poder se vino abajo como un castillo de naipes marcados. Suele pasar con lo grande y lo pequeño, y hasta con lo minúsculo pero aparentemente saludable, y ahora mismo estoy pensando en Ciutadans- Partit de la Ciutadania, que daba la impresión de ser tan pujante y tan moderno y a la postre resultó un fruto agusanado, aunque muy vistoso por fuera. Quién lo hubiera dicho. Yo no, ya lo saben ustedes.
Como admirador de prodigios me maravillan esos fenómenos entrópicos en los que el colapso se produce con tan extraordinaria velocidad. Mérito de Ciutadans y en gran parte de su presidente, Albert Rivera, y de quienes volvieron a votarlo, claro. Y también de su mentor Francesc de Carreras. El jefecillo de la tribu y el anciano médico brujo unieron sus fuerzas y produjeron un colapso extremadamente veloz, digno de figurar en el Libro Guinness de los récords, en el apartado «estropicios por soberbia y autoritarismo de patio de vecinos», bajo el epígrafe «Los dioses ciegan a quienes quieren perder».
Mi interés científico -sobre todo entomológico- no impide cierta piedad por la trunca carrera de este muchachito que audazmente se presentó en pelotas y al parecer acabará de igual modo, sobre todo después de su entrevista con Rosa Díez, a la que puede que se hubiera presentado con exceso de ínfulas. Tal vez se había dicho: «Soy joven y guapo, como lo fue Alejandro Magno. Si Napoleón llegó a general a sus 25, ¿por qué no yo a president antes de los 30?». Puede que en casa le dijeran: «Hijo mío, siempre es mejor ser alguien que no ser nadie. Eres buen nadador, pero eso no te garantiza el futuro. Hazte político, pero deja el PP: allí están todos los cargos repartidos, mejor búscate una formación nueva y apoya allí tu escalerita».
Y pasó lo que pasó. Cuando un sistema aislado alcanza una configuración de máxima entropía ya no puede experimentar cambios (de La segunda ley de la termodinámica).
El colapso de los imperios supone una ley universal y nos enseña que todo lo que un día fue joven, lozano y lleno de esplendor, más tarde o más pronto acabará hecho cisco y el detritus, como mucho, servirá de abono para futuras construcciones sociales. En su día se derrumbaron Babilonia, el Imperio Persa, Grecia, Roma y, dando un salto en el tiempo, el Imperio Austro-Húngaro.También la movida madrileña y algunos matrimonios de mi barrio. La segunda ley de la termodinámica, conocida como entropía, determina la tendencia natural a la pérdida del orden en todo lo existente. Se desorganiza la relación entre los componentes de la materia y entonces las cosas empiezan a pudrirse, por lo cual se me estropeó la fruta que dejé fuera de la nevera. Vamos, que ante tanta decadencia te dan ganas de llorar.
Hay entidades que son destruidas desde el exterior, como pasó con el Tercer Reich, y otras que por si solas se pudren desde dentro, sin que sea necesario propinarle patadas. Tal la Unión Soviética, que cuando parecía gozar de su mayor poder se vino abajo como un castillo de naipes marcados. Suele pasar con lo grande y lo pequeño, y hasta con lo minúsculo pero aparentemente saludable, y ahora mismo estoy pensando en Ciutadans- Partit de la Ciutadania, que daba la impresión de ser tan pujante y tan moderno y a la postre resultó un fruto agusanado, aunque muy vistoso por fuera. Quién lo hubiera dicho. Yo no, ya lo saben ustedes.
Como admirador de prodigios me maravillan esos fenómenos entrópicos en los que el colapso se produce con tan extraordinaria velocidad. Mérito de Ciutadans y en gran parte de su presidente, Albert Rivera, y de quienes volvieron a votarlo, claro. Y también de su mentor Francesc de Carreras. El jefecillo de la tribu y el anciano médico brujo unieron sus fuerzas y produjeron un colapso extremadamente veloz, digno de figurar en el Libro Guinness de los récords, en el apartado «estropicios por soberbia y autoritarismo de patio de vecinos», bajo el epígrafe «Los dioses ciegan a quienes quieren perder».
Mi interés científico -sobre todo entomológico- no impide cierta piedad por la trunca carrera de este muchachito que audazmente se presentó en pelotas y al parecer acabará de igual modo, sobre todo después de su entrevista con Rosa Díez, a la que puede que se hubiera presentado con exceso de ínfulas. Tal vez se había dicho: «Soy joven y guapo, como lo fue Alejandro Magno. Si Napoleón llegó a general a sus 25, ¿por qué no yo a president antes de los 30?». Puede que en casa le dijeran: «Hijo mío, siempre es mejor ser alguien que no ser nadie. Eres buen nadador, pero eso no te garantiza el futuro. Hazte político, pero deja el PP: allí están todos los cargos repartidos, mejor búscate una formación nueva y apoya allí tu escalerita».
Y pasó lo que pasó. Cuando un sistema aislado alcanza una configuración de máxima entropía ya no puede experimentar cambios (de La segunda ley de la termodinámica).
miércoles, 14 de noviembre de 2007
"Todos podemos convertirnos en bestias horribles": Entrevista a Antonio Damasio
Entrevista realizada por Milagros Pérez Oliva. Contiene aspectos interesantes y otros que no lo son tanto, como los aburridos tópicos sexistas (la pregunta sobre la aptitud para el gobierno deliberativo me produce bochorno). Óbviese también la clásica confusión entre los billions americanos y los billones europeos. Publicada en El País semanal, el 11 de noviembre de 2007.
Este neurocientífico ha revolucionado las emociones, al conectarlas con los razonamientos. Es el sabio de la inteligencia emocional. Su charla, toda una lección.
Es hombre menudo, de estatura más bien baja y apariencia tímida, pero conforme se va acercando, no sólo crece en estatura, sino en dimensión. El cabello plateado, su cuidadísima forma de vestir, la suavidad de sus gestos, una incisiva y penetrante mirada, capaz de hacer un barrido mental de la situación en el tiempo de un relámpago, dejan pronto claro, allí donde va, que estamos ante uno de los grandes. Grande en todos los sentidos: científico, intelectual y, desde luego, humano. Antonio Damasio es una referencia mundial de las neurociencias. Sus estudios sobre las bases neurológicas de las emociones han propiciado una disciplina que ha tenido un brillante recorrido, la llamada inteligencia emocional. Damasio no sólo ha demostrado que las emociones juegan un rol fundamental en el proceso de razonar, sino que son la base del comportamiento social.
La personalidad apasionada que se vislumbra en sus libros se manifiesta también en la distancia corta, aunque sea breve: "Lo siento, pero sólo dispongo de 45 minutos para esta entrevista", avisa antes de comenzar. Cuando le digo que necesitaría dos horas de conversación responde: "¡Con este tiempo podría usted escribir un libro!". Sin duda. Pero 45 minutos no son suficientes para llegar al alma de un hombre, aunque el primer detalle ya es bastante definitorio de una personalidad cuando menos coqueta: al repasar los datos de su biografía y llegar a la fecha de nacimiento ?19?? se apresura a corregir: "No, eso no es correcto". Pero a continuación se niega a decir cuál es la fecha. Sorprendente: Damasio no quiere decir su edad. Luego se muestra abierto y en ningún momento mira el reloj. La entrevista se prolonga bastante más de 45 minutos y al final su alma sigue a buen resguardo, aunque la grabadora rebosa emoción? intelectual.
De sus investigaciones publicadas en revistas como 'Science' y 'Nature' en los años ochenta y noventa, surgió un conocimiento nuevo que luego se ha popularizado como inteligencia emocional. ¿Qué opina de la evolución que está experimentando este concepto?
Los trabajos que hice en los años ochenta llevaron a mi libro El error de Descartes, que se publicó en 1994, y ése es realmente el principio de lo que podríamos denominar la revolución emocional. Hubo primero una revolución cognitiva, que estuvo asociada con Noam Chomsky y otros autores, y a principios de los noventa llegó la revolución en las emociones, que está muy asociada con mi trabajo y el de otros investigadores como Joseph Le Doux. Al principio, hablar de la importancia de las emociones resultaba un poco extraño, pero en los últimos diez años estas ideas se han aceptado plenamente y cada vez tienen más importancia para entender nuestro comportamiento, la forma en que nos relacionamos e incluso cómo funcionan sistemas complejos como el económico. Porque todo esto está relacionado con las emociones.
Usted empezó a estudiar filosofía y luego se pasó a la neurología. Pero sus libros hablan de Descartes, de Spinoza. ¿Está regresando a la filosofía?
No, no estoy regresando, tengo la sensación de que siempre he estado en ella. Las ciencias que tienen que ver con el cerebro y con la mente no pueden separarse de las preo¬cupaciones filosóficas, que son en definitiva las preocupaciones de los grandes escritores, los grandes directores de cine? Cuando me preguntan quién es el mayor científico, el pensador que más admiro, siempre respondo que Shakespeare, porque alguien que se interesa de ese modo por la condición humana es un gran filósofo, como lo fueron los grandes escritores griegos, Cervantes y los grandes novelistas del siglo XIX.
Aparte de que, habiendo nacido usted en Portugal, le pudiera atraer la figura de un portugués sefardí, ¿por qué fue en busca de Spinoza?
Spinoza es un filósofo muy interesante por muchas y variadas razones. Fue un hombre muy solitario y de una gran inteligencia. Y lo más impresionante es que con muy pocos conocimientos científicos fue capaz de imaginar muchas cosas que luego nosotros hemos podido demostrar que eran correctas; por ejemplo, la relación entre las pasiones y la razón, o la idea de que cuerpo y alma son dos formas de una misma sustancia.
En su libro hace énfasis en la necesidad de cultivar los sentimientos positivos. ¿Tan importantes son?
Absolutamente. Incluso cuando parezca que entran en contradicción con los intereses. Durante un tiempo se ha pensado que proteger el medio ambiente perjudicaba a los negocios. Ahora vemos que, a la larga, protegiendo el medio ambiente protegemos la economía. Y siempre es menos caro crear amigos que enemigos. Se ha visto muy claramente con la política en relación al Próximo Oriente e Irak. Se fue a la guerra con el argumento de que había que combatir a los enemigos para poder sobrevivir; pues bien, parece que ha ocurrido todo lo contrario: los costes en términos de vidas y de gastos son enormes y lo único que hemos conseguido es crear más enemigos. Si hubiésemos dedicado sólo un tercio de ese esfuerzo a hacer amigos, tendríamos una sociedad mucho mejor.
Toda su carrera ha transcurrido en Estados Unidos. ¿Se siente identificado con la cultura norteamericana?
Siempre he estado muy entregado a América. Amo Estados Unidos, pero también me gusta Europa. Mi mujer y yo comentamos con frecuencia que cuando estamos en Estados Unidos nos sentimos muy europeos y cuando estamos en Europa nos sentimos muy americanos. Hay que entender que Estados Unidos es una continuación de Europa y que, a pesar de las grandes diferencias, tienen mucho en común. Yo creo que lo mejor de EE UU es su capacidad técnica, algo muy importante para la ciencia y la tecnología. En esto no hay un lugar mejor en el mundo. Tal vez la gran ventaja de EE UU sea que nació sin clases sociales, mientras que Europa siempre ha sido una sociedad clasista, aunque es cierto que ahora está cambiando en esto y también que en EE UU están empezando a aparecer clases. Pero la norteamericana es una sociedad muy viva y, aunque hemos tenido unos años muy malos, está empezando a reaccionar.
Durante mucho tiempo se ha creído que las mejores decisiones eran las puramente racionales, las que prescindían de las emociones, y eso ha llevado a menospreciar el modo de razonar de las mujeres. ¿Se podría decir que sus trabajos reivindican la parte más femenina del cerebro?
Bien, de alguna manera, sí. Yo creo que se cometió un primer error al decir que solamente las mujeres pensaban con las emociones, y mayor error fue aún creer que esa forma de pensar era menos buena. Pero los mecanismos emocionales que hemos descrito se dan por igual en los dos géneros. Nosotros somos el resultado de una combinación de razón y emoción; de hecho, la razón está siempre informada por la emoción. La gran revolución ha sido ver que las emociones no están por debajo, sino que emoción y razón van juntas. Y algo todavía más importante: que las emociones fueron, al comienzo y a lo largo de la evolución, la base de la racionalidad. La razón empezó con las emociones. Emociones como el miedo, la compasión o la alegría ayudaron a las criaturas vivas a tomar decisiones racionales.
Si las mujeres han cultivado más la componente emocional del cerebro, ¿significa que están más capacitadas para un tipo de gobierno más deliberativo?
Sí, creo que es así. La gran diferencia entre hombres y mujeres está en el tipo de emociones que cada género cultiva. Los hombres cultivan mucho más las emociones que tienen que ver con la agresividad, porque ellos son los que a lo largo de la historia han hecho la guerra, los que han salido a luchar por los alimentos. Las mujeres, en cambio, debido a su papel en el cuidado de los hijos y de las personas débiles, han cultivado mucho más emociones que tienen que ver con la simpatía o la compasión, y que son más idóneas para resolver conflictos de manera pacífica. Lo que hemos de hacer ahora es reequilibrar las emociones y evitar separarlas por géneros.
Todo ese maravilloso volcán de emociones, sentimientos y pensamientos que definen a una persona, ¿se podrán algún día reducir a meras fórmulas bioquímicas?
No, no lo creo, y además no tendría ninguna utilidad. Hay partes del cerebro que realmente pueden ser descritas en términos bioquímicos y que podemos describir cómo funcionan las neuronas, pero no podemos explicar que una persona se comporte de una determinada manera, porque eso depende de sus relaciones con los demás, de las influencias sociales y culturales que recibe. La complejidad del cerebro es tan enorme que resulta imposible describir lo que hacemos sólo en términos de reacciones bioquímicas o neuronales.
Se ha observado que algunas psicopatías van acompañadas por una falta de reactividad emocional, sentimiento de culpa, capacidad de empatía. Este tipo de conductas, ¿hasta qué punto se deben a anomalías del cerebro y hasta qué punto son inducidas por la sociedad?
En esta cuestión sí creo que podemos ir un poco más allá en las explicaciones. Como el cerebro está siendo siempre informado de lo que sucede fuera, podemos afirmar que hay algunas formas extremas de educación o determinados contextos sociales que pueden hacer que los cerebros no funcionen bien. En principio, se pueden generar psicópatas, bien a causa de una educación horrible o porque algo no funcione bien en el cerebro desde el principio.
¿Significa que una determinada educación puede llegar a producir alteraciones bioquímicas en el cerebro?
A veces sí. Pero no tanto alteraciones bioquímicas como alteraciones de la conectividad neuronal. Las reacciones bioquímicas sólo se producen en el contexto de las redes neuronales. Se puede decir que la química es lo que permite la conectividad neuronal, y esa conectividad es la que puede ser alterada. De modo que la respuesta es sí: la mala educación o un mal contexto social pueden alterar la conectividad, y muy especialmente en la infancia y la adolescencia.
Ahora, los niños pueden ver en un día más muertes violentas en la televisión que las generaciones anteriores en toda una vida. ¿Cree que esto puede hacerles más agresivos?
Sí, sí, estoy convencido de que sí. Pero hay que matizar: todos hemos estado sometidos a la violencia a través de la pantalla, incluso en los dibujos animados. La figura de Charlot era encantadora, pero en muchas de las secuencias había una inmensa carga de violencia. Lo que ha cambiado no es sólo que ahora hay mucha más violencia, sino que es una violencia más gratuita, sin motivación alguna. Y que muy probablemente los niños que están viendo esta violencia no tienen a su lado a unos padres o a unos profesores que les ayuden a interpretarla. Ése es el problema mayor. No es que los niños no sepan distinguir entre realidad y ficción, el problema es que necesitan que alguien les explique qué está bien y qué está mal, y muchas veces no lo tienen. Y además, la violencia se le presenta de forma tan rápida que el niño no tiene tiempo de reaccionar emocionalmente. Ve cosas horribles, pero su cerebro no puede reaccionar porque ya está ocupado en otras imágenes, a veces de signo contrario. Esa velocidad y la ausencia de supervisión es lo peligroso.
En algunas madrazas (escuelas coránicas), los niños son sometidos a un entrenamiento psicológico del que han surgido muchos terroristas suicidas. ¿Qué mecanismo mental puede conducir a una persona a pensar que obtiene un beneficio matándose a sí mismo para matar a los demás?
Su pregunta plantea una cuestión muy interesante: la relación entre las emociones, la racionalidad y las creencias. Tiene razón cuando dice que se puede manipular, pero siempre a partir de emociones ya existentes. El miedo, la tristeza, la ira, son emociones que existen dentro de nosotros, y se pueden reforzar o atenuar, y también se pueden conectar con objetivos concretos. Esas escuelas hacen que las personas odien más y odien ciertas cosas en particular. Pero eso no es suficiente. En este proceso, lo interesante es el papel que juegan las creencias. Si alguien llega a creer verdaderamente que hay una vida en el más allá, una vida perfecta, y esa persona vive en un mundo lleno de horror y violencia, es lógico que piense que vale la pena sacrificarse en esta vida porque la otra será mejor. Se dice que los suicidas son irracionales. Yo diría que son bastante lógicos: entre vivir en un mundo donde las personas son destruidas y humilladas, o vivir allá, donde todo es perfecto? En estos casos, lo determinante no son las emociones, sino las creencias, aunque obviamente están informadas por las emociones.
Vayamos a la situación contraria: la de quienes, por temor o comodidad, dejan de lado los valores y miran a otra parte, como ocurrió en la Alemania de Hitler o ahora en relación con Guantánamo.
Eso es muy triste, pero efectivamente ocurre y forma parte de la naturaleza humana. Ahora que estamos expuestos no sólo a un holocausto, sino a muchos holocaustos en todo el mundo, vemos que todos los seres humanos tienen la potencialidad de ser increíblemente virtuosos, individuos generosos y respetuosos con los demás, pero también de convertirse en bestias horribles. Una de las cosas más dramáticas es que podemos encontrar personas capaces de las más abominables torturas y de extasiarse al mismo tiempo con la música y las artes más refinadas.
Primo Levi explicó que para que alguien pueda hacer lo que los nazis hicieron en los campos de concentración, tienen que negarle al otro la condición de ser humano?
Claro, porque de lo contrario no podrían. Y en eso interviene la capacidad de manipulación de la propaganda para crear un clima propicio a determinadas conductas. Yo creo que cuestiones como la de Guantánamo o lo que sucede actualmente en Irak se explican porque se ha creado un estado de miedo. A pesar de que Irak no tiene nada que ver con el atentado del 11-S, muchos norteamericanos creen que están en esta guerra porque fueron atacados y se están defendiendo. Así es posible que un pequeño grupo de personas se salga de los límites y haga cosas completamente inaceptables.
Usted ha dicho que las emociones tienen tanto poder en nosotros, que una muy fuerte sólo puede ser anulada por otra de igual intensidad y de signo contrario. ¿Cómo defendernos del miedo inducido?
Lo más importante que la investigación sobre las emociones puede hacer por la humanidad es hacer comprender cómo opera nuestro cerebro emocional. Si entendemos cómo se genera el miedo o el odio y cómo es posible manipularlo por la publicidad, podremos defendernos cultivando emociones fuertes de signo contrario. Pero para que sean eficaces, tienen que estar informadas por la razón. Lo que hemos visto en las investigaciones sobre el cerebro emocional es que el proceso comienza efectivamente con una emoción, esta emoción lleva una determinada información que, al ser procesada en la parte racional del cerebro, da lugar a un nivel diferente de conocimiento en el que las emociones se convierten en sentimientos. No es que la razón acabe con la emoción, sino que la emoción crea razón, y la razón conduce a su vez esa emoción a otro nivel más consciente.
El miedo ha desempeñado sin duda un papel muy importante en la supervivencia de la especie, y por eso es una emoción tan poderosa. Pero hay otras más oscuras. El racismo, por ejemplo. ¿De dónde viene y por qué pervive?
Sin duda, tuvo un papel muy importante en los tiempos de enfrentamientos tribales, porque permitía identificarse con el propio grupo y distinguir a los miembros del clan contrario, algo esencial para la supervivencia. Pervive porque forma parte de nuestra naturaleza. Todos podemos tener, potencialmente, una reacción racista, especialmente si hay una manipulación en esa dirección. Es como un germen que está en nuestro cerebro. En su momento resultaba ventajoso porque permitía identificar a los individuos que eran peligrosos. Si ahora creamos un entorno en el que un grupo es identificado como una amenaza, es muy fácil activar ese mecanismo de reacción no consciente. Los líderes sociales han de tener en cuenta que a través de la educación y de los procesos sociales y políticos se puede conducir a las personas hacia el bien o abocarlas hacia cosas horribles.
Últimamente, sus trabajos se han orientado a estudiar la intuición y la creatividad. ¿Qué es la intuición?
Una manera de razonar que no sigue las fases habituales del proceso consciente. Si usted me hace una pregunta y yo contesto de una manera razonada, pasaré por toda una serie de fases lógicas en la producción del pensamiento. Una cosa me llevará a otra, y así sucesivamente. La intuición pasa de la pregunta a la respuesta sin seguir el camino habitual del raciocinio. Es la experiencia del "eureka, lo he conseguido", sin saber cómo ha sido. Es muy interesante porque la intuición es la manifestación de una ayuda emocional al sistema de razonamiento. En la intuición, lo que sucede es que el raciocinio está funcionan¬do, pero no de una forma consciente, y la emoción le está ayudando en este recorrido. Ahora bien, si una persona es intuitiva, es porque ha educado su intuición.
Entonces, ¿no hay personas por naturaleza más intuitivas que otras?
Puede que algunas personas tengan más probabilidades de ser intuitivas, pero la intuición se puede educar. Es como la suerte. La buena suerte lo que hace es ayudar a quien está mentalmente preparado, a quien sale a buscarla. Si una persona va por la vida observando a los demás, meditando y analizando las consecuencias de lo que hace, tendrá muchas más posibilidades de ser muy intuitiva.
¿Y qué tiene que ver la intuición con la creatividad?
Mucho, muchísimo. La creatividad se basa en respuestas intuitivas, porque hay que distinguir entre la creatividad en sentido propio y la innovación. Muchas veces ese confunden, pero son diferentes. La creatividad es lo que hace que podamos realizar nuevos trabajos, procede de un conjunto de imágenes que hay en nuestra mente y que nos permiten crear nuevas combinaciones. Si estas combinaciones son completamente nuevas en relación con el pasado, esa creatividad es innovadora. Esa persona tiene no sólo una mente creativa, sino una mente innovadora. En este proceso, la intuición es muy útil porque lleva directamente a la respuesta.
Permítame que me acerque a cuestiones un poco más personales. Se ve que usted cuida mucho su aspecto. Tiene una imagen absolutamente envidiable y, sin embargo, no quiere decir su edad. ¿No indicará esto un cierto narcisismo?
¿Narcisismo? [Risas]. No me ha gustado la pregunta [más risas]. No. mire, la cuestión de la edad no tiene que ver con el narcisismo. De hecho, le podría explicar con qué tiene que ver, pero no lo voy a hacer. Y piense que si yo fuera narcisista, lo primero que haría sería teñirme el pelo y, como vivo en Los Ángeles, someterme a la cirugía estética. Y ya ve que no lo he hecho?
Pero usted sabe que el pelo blanco tiene su atractivo y que la cirugía, más que arreglar, a veces estropea. En cambio, la empatía, eso sí que funciona? y no se puede operar. Ah, sí, eso sí es verdad. Absolutamente cierto.
¿Cómo se lleva con sus alumnos?
Me encantan los estudiantes. Una de las cosas más deliciosas en mi vida y en la de mi mujer es poder trabajar con tantos jóvenes; que, de hecho, son como nuestros hijos.
¿Ustedes no tienen hijos?
No. Como le decía, mi mujer y yo disfrutamos mucho de nuestro trabajo, entre otras cosas, porque estamos rodeados de jóvenes. En nuestro grupo de Los Ángeles nos reunimos más de 30 personas, la mayor parte de entre 19 y 30 años. Es extraordinario escucharles debatir sobre ciencia, sobre la vida, sobre el mundo? Porque otro aspecto muy interesante de la cultura norteamericana es que la enseñanza superior es extraordinaria, los estudiantes son muy buenos, muy capaces, y yo estoy encantado de poder trabajar con ellos.
¿Le da miedo hacerse mayor?
No. De hecho, yo me siento más joven mentalmente de lo que lo soy por edad. Lo único que me preocupa de la vejez son las enfermedades que puede llevar asociadas. Pero en cuanto a la mente, no me preo¬cupa en absoluto. Si tu actividad es un trabajo intelectual, si los instrumentos que utilizas son instrumentos del cerebro, conforme avanzas en edad te sientes mejor. Las cosas más complicadas las puedes hacer más fácilmente. Hace veinte años, dar una conferencia pública me preocupaba mucho; ahora no me preocupa en absoluto. Ahora es un placer, abro la boca y las ideas salen. Es cierto que antes la planifico cuidadosamente, pero también planificar es mucho más fácil. Y así en todo. Con la edad, uno mejora. Y lo que es interesante es llegar a ese punto en que tienes tanta riqueza de ideas, que el problema es elegir entre las que más te gustan. Cuando veo a una persona de treinta años tan preocupada por su futuro, por decidir qué va a hacer a continuación, me doy cuenta de las ventajas de haber superado ya esa etapa.
La vejez puede ser también un constante replegarse en el territorio. Usted ahora se mueve por todo el mundo. Puede llegar un día en que deje de hacer vuelos transoceánicos, luego se quedará en su ciudad; más tarde, en su casa, y al final, en su habitación.
Sí, eso puede suceder.
Pero incluso limitado al territorio de su habitación, su cerebro seguirá albergando el universo entero.
Exactamente, eso es lo maravilloso. Emily Dickinson ha escrito un gran poema sobre el cerebro que dice que es más ancho que el cielo, que todo cabe dentro de él. ¿Sabe cuántas neuronas tenemos?
No.
Al menos 100.000 millones. En una sinapsis intervienen más de un billón de neuronas.
A esos niveles de cálculo, las mías se marean. Por cierto, usted ha recibido muchísimos premios. ¿Siente alguna vibración especial en sus neuronas cuando oye la palabra Nobel?
Nunca he pensado en eso. Los premios son algo muy bonito cuando te los otorgan, pero nunca hay que pensar en ellos.
Este neurocientífico ha revolucionado las emociones, al conectarlas con los razonamientos. Es el sabio de la inteligencia emocional. Su charla, toda una lección.
Es hombre menudo, de estatura más bien baja y apariencia tímida, pero conforme se va acercando, no sólo crece en estatura, sino en dimensión. El cabello plateado, su cuidadísima forma de vestir, la suavidad de sus gestos, una incisiva y penetrante mirada, capaz de hacer un barrido mental de la situación en el tiempo de un relámpago, dejan pronto claro, allí donde va, que estamos ante uno de los grandes. Grande en todos los sentidos: científico, intelectual y, desde luego, humano. Antonio Damasio es una referencia mundial de las neurociencias. Sus estudios sobre las bases neurológicas de las emociones han propiciado una disciplina que ha tenido un brillante recorrido, la llamada inteligencia emocional. Damasio no sólo ha demostrado que las emociones juegan un rol fundamental en el proceso de razonar, sino que son la base del comportamiento social.
La personalidad apasionada que se vislumbra en sus libros se manifiesta también en la distancia corta, aunque sea breve: "Lo siento, pero sólo dispongo de 45 minutos para esta entrevista", avisa antes de comenzar. Cuando le digo que necesitaría dos horas de conversación responde: "¡Con este tiempo podría usted escribir un libro!". Sin duda. Pero 45 minutos no son suficientes para llegar al alma de un hombre, aunque el primer detalle ya es bastante definitorio de una personalidad cuando menos coqueta: al repasar los datos de su biografía y llegar a la fecha de nacimiento ?19?? se apresura a corregir: "No, eso no es correcto". Pero a continuación se niega a decir cuál es la fecha. Sorprendente: Damasio no quiere decir su edad. Luego se muestra abierto y en ningún momento mira el reloj. La entrevista se prolonga bastante más de 45 minutos y al final su alma sigue a buen resguardo, aunque la grabadora rebosa emoción? intelectual.
De sus investigaciones publicadas en revistas como 'Science' y 'Nature' en los años ochenta y noventa, surgió un conocimiento nuevo que luego se ha popularizado como inteligencia emocional. ¿Qué opina de la evolución que está experimentando este concepto?
Los trabajos que hice en los años ochenta llevaron a mi libro El error de Descartes, que se publicó en 1994, y ése es realmente el principio de lo que podríamos denominar la revolución emocional. Hubo primero una revolución cognitiva, que estuvo asociada con Noam Chomsky y otros autores, y a principios de los noventa llegó la revolución en las emociones, que está muy asociada con mi trabajo y el de otros investigadores como Joseph Le Doux. Al principio, hablar de la importancia de las emociones resultaba un poco extraño, pero en los últimos diez años estas ideas se han aceptado plenamente y cada vez tienen más importancia para entender nuestro comportamiento, la forma en que nos relacionamos e incluso cómo funcionan sistemas complejos como el económico. Porque todo esto está relacionado con las emociones.
Usted empezó a estudiar filosofía y luego se pasó a la neurología. Pero sus libros hablan de Descartes, de Spinoza. ¿Está regresando a la filosofía?
No, no estoy regresando, tengo la sensación de que siempre he estado en ella. Las ciencias que tienen que ver con el cerebro y con la mente no pueden separarse de las preo¬cupaciones filosóficas, que son en definitiva las preocupaciones de los grandes escritores, los grandes directores de cine? Cuando me preguntan quién es el mayor científico, el pensador que más admiro, siempre respondo que Shakespeare, porque alguien que se interesa de ese modo por la condición humana es un gran filósofo, como lo fueron los grandes escritores griegos, Cervantes y los grandes novelistas del siglo XIX.
Aparte de que, habiendo nacido usted en Portugal, le pudiera atraer la figura de un portugués sefardí, ¿por qué fue en busca de Spinoza?
Spinoza es un filósofo muy interesante por muchas y variadas razones. Fue un hombre muy solitario y de una gran inteligencia. Y lo más impresionante es que con muy pocos conocimientos científicos fue capaz de imaginar muchas cosas que luego nosotros hemos podido demostrar que eran correctas; por ejemplo, la relación entre las pasiones y la razón, o la idea de que cuerpo y alma son dos formas de una misma sustancia.
En su libro hace énfasis en la necesidad de cultivar los sentimientos positivos. ¿Tan importantes son?
Absolutamente. Incluso cuando parezca que entran en contradicción con los intereses. Durante un tiempo se ha pensado que proteger el medio ambiente perjudicaba a los negocios. Ahora vemos que, a la larga, protegiendo el medio ambiente protegemos la economía. Y siempre es menos caro crear amigos que enemigos. Se ha visto muy claramente con la política en relación al Próximo Oriente e Irak. Se fue a la guerra con el argumento de que había que combatir a los enemigos para poder sobrevivir; pues bien, parece que ha ocurrido todo lo contrario: los costes en términos de vidas y de gastos son enormes y lo único que hemos conseguido es crear más enemigos. Si hubiésemos dedicado sólo un tercio de ese esfuerzo a hacer amigos, tendríamos una sociedad mucho mejor.
Toda su carrera ha transcurrido en Estados Unidos. ¿Se siente identificado con la cultura norteamericana?
Siempre he estado muy entregado a América. Amo Estados Unidos, pero también me gusta Europa. Mi mujer y yo comentamos con frecuencia que cuando estamos en Estados Unidos nos sentimos muy europeos y cuando estamos en Europa nos sentimos muy americanos. Hay que entender que Estados Unidos es una continuación de Europa y que, a pesar de las grandes diferencias, tienen mucho en común. Yo creo que lo mejor de EE UU es su capacidad técnica, algo muy importante para la ciencia y la tecnología. En esto no hay un lugar mejor en el mundo. Tal vez la gran ventaja de EE UU sea que nació sin clases sociales, mientras que Europa siempre ha sido una sociedad clasista, aunque es cierto que ahora está cambiando en esto y también que en EE UU están empezando a aparecer clases. Pero la norteamericana es una sociedad muy viva y, aunque hemos tenido unos años muy malos, está empezando a reaccionar.
Durante mucho tiempo se ha creído que las mejores decisiones eran las puramente racionales, las que prescindían de las emociones, y eso ha llevado a menospreciar el modo de razonar de las mujeres. ¿Se podría decir que sus trabajos reivindican la parte más femenina del cerebro?
Bien, de alguna manera, sí. Yo creo que se cometió un primer error al decir que solamente las mujeres pensaban con las emociones, y mayor error fue aún creer que esa forma de pensar era menos buena. Pero los mecanismos emocionales que hemos descrito se dan por igual en los dos géneros. Nosotros somos el resultado de una combinación de razón y emoción; de hecho, la razón está siempre informada por la emoción. La gran revolución ha sido ver que las emociones no están por debajo, sino que emoción y razón van juntas. Y algo todavía más importante: que las emociones fueron, al comienzo y a lo largo de la evolución, la base de la racionalidad. La razón empezó con las emociones. Emociones como el miedo, la compasión o la alegría ayudaron a las criaturas vivas a tomar decisiones racionales.
Si las mujeres han cultivado más la componente emocional del cerebro, ¿significa que están más capacitadas para un tipo de gobierno más deliberativo?
Sí, creo que es así. La gran diferencia entre hombres y mujeres está en el tipo de emociones que cada género cultiva. Los hombres cultivan mucho más las emociones que tienen que ver con la agresividad, porque ellos son los que a lo largo de la historia han hecho la guerra, los que han salido a luchar por los alimentos. Las mujeres, en cambio, debido a su papel en el cuidado de los hijos y de las personas débiles, han cultivado mucho más emociones que tienen que ver con la simpatía o la compasión, y que son más idóneas para resolver conflictos de manera pacífica. Lo que hemos de hacer ahora es reequilibrar las emociones y evitar separarlas por géneros.
Todo ese maravilloso volcán de emociones, sentimientos y pensamientos que definen a una persona, ¿se podrán algún día reducir a meras fórmulas bioquímicas?
No, no lo creo, y además no tendría ninguna utilidad. Hay partes del cerebro que realmente pueden ser descritas en términos bioquímicos y que podemos describir cómo funcionan las neuronas, pero no podemos explicar que una persona se comporte de una determinada manera, porque eso depende de sus relaciones con los demás, de las influencias sociales y culturales que recibe. La complejidad del cerebro es tan enorme que resulta imposible describir lo que hacemos sólo en términos de reacciones bioquímicas o neuronales.
Se ha observado que algunas psicopatías van acompañadas por una falta de reactividad emocional, sentimiento de culpa, capacidad de empatía. Este tipo de conductas, ¿hasta qué punto se deben a anomalías del cerebro y hasta qué punto son inducidas por la sociedad?
En esta cuestión sí creo que podemos ir un poco más allá en las explicaciones. Como el cerebro está siendo siempre informado de lo que sucede fuera, podemos afirmar que hay algunas formas extremas de educación o determinados contextos sociales que pueden hacer que los cerebros no funcionen bien. En principio, se pueden generar psicópatas, bien a causa de una educación horrible o porque algo no funcione bien en el cerebro desde el principio.
¿Significa que una determinada educación puede llegar a producir alteraciones bioquímicas en el cerebro?
A veces sí. Pero no tanto alteraciones bioquímicas como alteraciones de la conectividad neuronal. Las reacciones bioquímicas sólo se producen en el contexto de las redes neuronales. Se puede decir que la química es lo que permite la conectividad neuronal, y esa conectividad es la que puede ser alterada. De modo que la respuesta es sí: la mala educación o un mal contexto social pueden alterar la conectividad, y muy especialmente en la infancia y la adolescencia.
Ahora, los niños pueden ver en un día más muertes violentas en la televisión que las generaciones anteriores en toda una vida. ¿Cree que esto puede hacerles más agresivos?
Sí, sí, estoy convencido de que sí. Pero hay que matizar: todos hemos estado sometidos a la violencia a través de la pantalla, incluso en los dibujos animados. La figura de Charlot era encantadora, pero en muchas de las secuencias había una inmensa carga de violencia. Lo que ha cambiado no es sólo que ahora hay mucha más violencia, sino que es una violencia más gratuita, sin motivación alguna. Y que muy probablemente los niños que están viendo esta violencia no tienen a su lado a unos padres o a unos profesores que les ayuden a interpretarla. Ése es el problema mayor. No es que los niños no sepan distinguir entre realidad y ficción, el problema es que necesitan que alguien les explique qué está bien y qué está mal, y muchas veces no lo tienen. Y además, la violencia se le presenta de forma tan rápida que el niño no tiene tiempo de reaccionar emocionalmente. Ve cosas horribles, pero su cerebro no puede reaccionar porque ya está ocupado en otras imágenes, a veces de signo contrario. Esa velocidad y la ausencia de supervisión es lo peligroso.
En algunas madrazas (escuelas coránicas), los niños son sometidos a un entrenamiento psicológico del que han surgido muchos terroristas suicidas. ¿Qué mecanismo mental puede conducir a una persona a pensar que obtiene un beneficio matándose a sí mismo para matar a los demás?
Su pregunta plantea una cuestión muy interesante: la relación entre las emociones, la racionalidad y las creencias. Tiene razón cuando dice que se puede manipular, pero siempre a partir de emociones ya existentes. El miedo, la tristeza, la ira, son emociones que existen dentro de nosotros, y se pueden reforzar o atenuar, y también se pueden conectar con objetivos concretos. Esas escuelas hacen que las personas odien más y odien ciertas cosas en particular. Pero eso no es suficiente. En este proceso, lo interesante es el papel que juegan las creencias. Si alguien llega a creer verdaderamente que hay una vida en el más allá, una vida perfecta, y esa persona vive en un mundo lleno de horror y violencia, es lógico que piense que vale la pena sacrificarse en esta vida porque la otra será mejor. Se dice que los suicidas son irracionales. Yo diría que son bastante lógicos: entre vivir en un mundo donde las personas son destruidas y humilladas, o vivir allá, donde todo es perfecto? En estos casos, lo determinante no son las emociones, sino las creencias, aunque obviamente están informadas por las emociones.
Vayamos a la situación contraria: la de quienes, por temor o comodidad, dejan de lado los valores y miran a otra parte, como ocurrió en la Alemania de Hitler o ahora en relación con Guantánamo.
Eso es muy triste, pero efectivamente ocurre y forma parte de la naturaleza humana. Ahora que estamos expuestos no sólo a un holocausto, sino a muchos holocaustos en todo el mundo, vemos que todos los seres humanos tienen la potencialidad de ser increíblemente virtuosos, individuos generosos y respetuosos con los demás, pero también de convertirse en bestias horribles. Una de las cosas más dramáticas es que podemos encontrar personas capaces de las más abominables torturas y de extasiarse al mismo tiempo con la música y las artes más refinadas.
Primo Levi explicó que para que alguien pueda hacer lo que los nazis hicieron en los campos de concentración, tienen que negarle al otro la condición de ser humano?
Claro, porque de lo contrario no podrían. Y en eso interviene la capacidad de manipulación de la propaganda para crear un clima propicio a determinadas conductas. Yo creo que cuestiones como la de Guantánamo o lo que sucede actualmente en Irak se explican porque se ha creado un estado de miedo. A pesar de que Irak no tiene nada que ver con el atentado del 11-S, muchos norteamericanos creen que están en esta guerra porque fueron atacados y se están defendiendo. Así es posible que un pequeño grupo de personas se salga de los límites y haga cosas completamente inaceptables.
Usted ha dicho que las emociones tienen tanto poder en nosotros, que una muy fuerte sólo puede ser anulada por otra de igual intensidad y de signo contrario. ¿Cómo defendernos del miedo inducido?
Lo más importante que la investigación sobre las emociones puede hacer por la humanidad es hacer comprender cómo opera nuestro cerebro emocional. Si entendemos cómo se genera el miedo o el odio y cómo es posible manipularlo por la publicidad, podremos defendernos cultivando emociones fuertes de signo contrario. Pero para que sean eficaces, tienen que estar informadas por la razón. Lo que hemos visto en las investigaciones sobre el cerebro emocional es que el proceso comienza efectivamente con una emoción, esta emoción lleva una determinada información que, al ser procesada en la parte racional del cerebro, da lugar a un nivel diferente de conocimiento en el que las emociones se convierten en sentimientos. No es que la razón acabe con la emoción, sino que la emoción crea razón, y la razón conduce a su vez esa emoción a otro nivel más consciente.
El miedo ha desempeñado sin duda un papel muy importante en la supervivencia de la especie, y por eso es una emoción tan poderosa. Pero hay otras más oscuras. El racismo, por ejemplo. ¿De dónde viene y por qué pervive?
Sin duda, tuvo un papel muy importante en los tiempos de enfrentamientos tribales, porque permitía identificarse con el propio grupo y distinguir a los miembros del clan contrario, algo esencial para la supervivencia. Pervive porque forma parte de nuestra naturaleza. Todos podemos tener, potencialmente, una reacción racista, especialmente si hay una manipulación en esa dirección. Es como un germen que está en nuestro cerebro. En su momento resultaba ventajoso porque permitía identificar a los individuos que eran peligrosos. Si ahora creamos un entorno en el que un grupo es identificado como una amenaza, es muy fácil activar ese mecanismo de reacción no consciente. Los líderes sociales han de tener en cuenta que a través de la educación y de los procesos sociales y políticos se puede conducir a las personas hacia el bien o abocarlas hacia cosas horribles.
Últimamente, sus trabajos se han orientado a estudiar la intuición y la creatividad. ¿Qué es la intuición?
Una manera de razonar que no sigue las fases habituales del proceso consciente. Si usted me hace una pregunta y yo contesto de una manera razonada, pasaré por toda una serie de fases lógicas en la producción del pensamiento. Una cosa me llevará a otra, y así sucesivamente. La intuición pasa de la pregunta a la respuesta sin seguir el camino habitual del raciocinio. Es la experiencia del "eureka, lo he conseguido", sin saber cómo ha sido. Es muy interesante porque la intuición es la manifestación de una ayuda emocional al sistema de razonamiento. En la intuición, lo que sucede es que el raciocinio está funcionan¬do, pero no de una forma consciente, y la emoción le está ayudando en este recorrido. Ahora bien, si una persona es intuitiva, es porque ha educado su intuición.
Entonces, ¿no hay personas por naturaleza más intuitivas que otras?
Puede que algunas personas tengan más probabilidades de ser intuitivas, pero la intuición se puede educar. Es como la suerte. La buena suerte lo que hace es ayudar a quien está mentalmente preparado, a quien sale a buscarla. Si una persona va por la vida observando a los demás, meditando y analizando las consecuencias de lo que hace, tendrá muchas más posibilidades de ser muy intuitiva.
¿Y qué tiene que ver la intuición con la creatividad?
Mucho, muchísimo. La creatividad se basa en respuestas intuitivas, porque hay que distinguir entre la creatividad en sentido propio y la innovación. Muchas veces ese confunden, pero son diferentes. La creatividad es lo que hace que podamos realizar nuevos trabajos, procede de un conjunto de imágenes que hay en nuestra mente y que nos permiten crear nuevas combinaciones. Si estas combinaciones son completamente nuevas en relación con el pasado, esa creatividad es innovadora. Esa persona tiene no sólo una mente creativa, sino una mente innovadora. En este proceso, la intuición es muy útil porque lleva directamente a la respuesta.
Permítame que me acerque a cuestiones un poco más personales. Se ve que usted cuida mucho su aspecto. Tiene una imagen absolutamente envidiable y, sin embargo, no quiere decir su edad. ¿No indicará esto un cierto narcisismo?
¿Narcisismo? [Risas]. No me ha gustado la pregunta [más risas]. No. mire, la cuestión de la edad no tiene que ver con el narcisismo. De hecho, le podría explicar con qué tiene que ver, pero no lo voy a hacer. Y piense que si yo fuera narcisista, lo primero que haría sería teñirme el pelo y, como vivo en Los Ángeles, someterme a la cirugía estética. Y ya ve que no lo he hecho?
Pero usted sabe que el pelo blanco tiene su atractivo y que la cirugía, más que arreglar, a veces estropea. En cambio, la empatía, eso sí que funciona? y no se puede operar. Ah, sí, eso sí es verdad. Absolutamente cierto.
¿Cómo se lleva con sus alumnos?
Me encantan los estudiantes. Una de las cosas más deliciosas en mi vida y en la de mi mujer es poder trabajar con tantos jóvenes; que, de hecho, son como nuestros hijos.
¿Ustedes no tienen hijos?
No. Como le decía, mi mujer y yo disfrutamos mucho de nuestro trabajo, entre otras cosas, porque estamos rodeados de jóvenes. En nuestro grupo de Los Ángeles nos reunimos más de 30 personas, la mayor parte de entre 19 y 30 años. Es extraordinario escucharles debatir sobre ciencia, sobre la vida, sobre el mundo? Porque otro aspecto muy interesante de la cultura norteamericana es que la enseñanza superior es extraordinaria, los estudiantes son muy buenos, muy capaces, y yo estoy encantado de poder trabajar con ellos.
¿Le da miedo hacerse mayor?
No. De hecho, yo me siento más joven mentalmente de lo que lo soy por edad. Lo único que me preocupa de la vejez son las enfermedades que puede llevar asociadas. Pero en cuanto a la mente, no me preo¬cupa en absoluto. Si tu actividad es un trabajo intelectual, si los instrumentos que utilizas son instrumentos del cerebro, conforme avanzas en edad te sientes mejor. Las cosas más complicadas las puedes hacer más fácilmente. Hace veinte años, dar una conferencia pública me preocupaba mucho; ahora no me preocupa en absoluto. Ahora es un placer, abro la boca y las ideas salen. Es cierto que antes la planifico cuidadosamente, pero también planificar es mucho más fácil. Y así en todo. Con la edad, uno mejora. Y lo que es interesante es llegar a ese punto en que tienes tanta riqueza de ideas, que el problema es elegir entre las que más te gustan. Cuando veo a una persona de treinta años tan preocupada por su futuro, por decidir qué va a hacer a continuación, me doy cuenta de las ventajas de haber superado ya esa etapa.
La vejez puede ser también un constante replegarse en el territorio. Usted ahora se mueve por todo el mundo. Puede llegar un día en que deje de hacer vuelos transoceánicos, luego se quedará en su ciudad; más tarde, en su casa, y al final, en su habitación.
Sí, eso puede suceder.
Pero incluso limitado al territorio de su habitación, su cerebro seguirá albergando el universo entero.
Exactamente, eso es lo maravilloso. Emily Dickinson ha escrito un gran poema sobre el cerebro que dice que es más ancho que el cielo, que todo cabe dentro de él. ¿Sabe cuántas neuronas tenemos?
No.
Al menos 100.000 millones. En una sinapsis intervienen más de un billón de neuronas.
A esos niveles de cálculo, las mías se marean. Por cierto, usted ha recibido muchísimos premios. ¿Siente alguna vibración especial en sus neuronas cuando oye la palabra Nobel?
Nunca he pensado en eso. Los premios son algo muy bonito cuando te los otorgan, pero nunca hay que pensar en ellos.
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