lunes, 28 de abril de 2008

Una detención y una sentencia paradigmáticas

Doble contribución de Arcadi Espada. Hace casi dos años, con motivo de la oleada de incendios en Galicia, prosperó una teoría conspiratoria cuya demostración, según parecía, era excusable. Desgraciadamente, las habladurías tienen consecuencias. Espada, practicando una somera investigación, puso en entredicho una detención considerada como "paradigmática" por el mismísimo Ministro del Interior. Este memorable artículo apareció en El Mundo el 19 de agosto de 2006.

Una detención paradigmática

Querido J:

Repaso las últimas cartas y observo que una trata sobre el placer y la comida y la otra sobre el sexo y el crimen. Todo muy veraniego. Poro abierto. Seguiré así, con tu venia, al menos hasta que adelanten las lluvias y el Gobierno se reúna en Consejo de Ministros. Ahora te contaré un cuento de fuego. Algo debes de saber de la historia porque el ministro Rubalcaba habló con mucho énfasis sobre ella. Ponte cómodo. La madrugada del día 13 la Policía detuvo a Julio Pascual Díaz, en un arrabal de Orense al que unos llaman El Pino y otros Boadela. ¿Por qué lo detuvo? Es un hermoso misterio. La respuesta más franca es porque se encontraba en un lugar inapropiado en el peor momento. Anota esta frase, porque dentro de muchos meses, cuando juzguen y absuelvan a JPD, alguno de los que redactaron su drama dirá, cínico pero sin saberse, esta manida frase final. En realidad, el Estado de Derecho sólo es la garantía de que aunque alguien esté en un lugar inapropiado y en el peor momento no habrá de pagar por ello; pero los cínicos son especialistas en convertir las garantías en tubos de escape. Proseguiré. La madrugada del 13 de agosto era la tercera que el monte de Boadela estaba quemando. El fuego había llegado a amenazar las casas cercanas. En aquel momento estaba bajo control, aunque el viento levantaba de vez en cuando focos dispersos. A JPD lo detuvo la Policía al pie del monte, cerca de la una y media de la madrugada, después del aviso de algunos vecinos del barrio. El hombre, de 38 años, tenía en la cara las huellas visibles de algún golpe. El más espectacular era en el ojo. Se lo había propinado Juan Manuel Fernández, de 33 años y vecino del barrio. ¿Por qué? Creía que JPD estaba quemando el monte pegado a su casa, en el número 4 de la calle Santa Catalina, donde vive con su madre. Las razones por las que creía eso pueden explicarse sin mayor incertidumbre.

Un rato antes del puñetazo, JPD había pasado en coche por delante de la casa de Juan Manuel. Fuera, en la puerta, estaba la madre, la señora María del Carmen Domínguez, insomne, después de tres días de angustia. JPD se paró y le preguntó que por dónde se iba al fuego. María del Carmen le indicó el camino de una pista forestal cercana. JPD se marchó en aquella dirección y aparcó el coche a pie de pista. Anduvo unos metros monte arriba. Quiso llamar a los bomberos, pero no tenía saldo en su móvil. Aunque sí pudo contactar con el 112, y alertarles de la situación. Volvió para atrás y montó en el coche. Por poco tiempo. Un grupo de vecinos le cerró el pasó. Destacaba Juan Manuel Fernández, que le obligó a bajar del coche y le dio un puñetazo. Pero los guardias ya estaban llegando y nadie más pudo agredirlo. La Policía registró el coche y encontró un envase de plástico de cinco litros con un culo de gasolina dentro. Concretamente un euro y medio de gasolina. Y una docena de mecheros. JPD quiso defenderse con su traje. Al fin y al cabo iba vestido de bombero. Al fin y al cabo pertenecía a la brigada de incendios de San Cibrao, eso decía. Al fin y al cabo había estado trabajando todo el día en la extinción de otros fuegos próximos. Al fin y al cabo había venido hasta Boadela para ver si el fuego era grande y cómo podía ayudar. Se lo llevaron. Un monte que llevaba tres días ardiendo, apagándose y reavivándose. Unos vecinos velando con las llamas. Un forastero, de madrugada, a bordo de un coche viejo, un culo de gasolina en botella y una docena de mecheros. Y un valiente que sale al paso. Se lo llevaron. En cuanto lo supo, así habló el ministro: «Es una detención paradigmática. Quien está prendiendo fuego, sabe perfectamente lo que está haciendo». Alentados por las informaciones facilitadas por el Gobierno, los medios habían empezado a manejar la teoría de que los fuegos gallegos eran obra de una trama criminal. Y ésta era, sin duda, una detención paradigmática. Un bombero sabe muy bien lo que está haciendo. No hay mejor cuña. Ni de coña.

Nadie había visto a JPD prender fuego. Por supuesto. La Policía se lo había llevado por las voces y puñetazos de los vecinos y por la evidencia del culo de gasolina y los mecheros. La gasolina tiene una explicación, como todo en la vida. Antes de desviarse hasta el arrabal de Orense, JPD paró en la gasolinera de El Pino. Volvía a su casa de Celanova, distante treinta kilómetros, pero no estaba seguro de llegar. El depósito de su viejo Renault 18 estaba picado y perdía. JPD acostumbraba a llevar en el maletero su culín, por si de repente se quedaba tirado. ¿Sonríes escéptico? No debieras. He hablado con su tío, concejal del BNG en Celanova. El señor Manuel Alvarez.

- «Sí, su coche era un trasto. Yo lo había visto muchas veces de aquí para allá con su culín de gasolina».

Y he hablado con Ferreiro hijo, propietario de un taller de coches en Celanova.

- «He arreglado su Renault 18 algunas veces. Un trasto. Tenía un agujero en el depósito. No podía llenarlo mucho, porque perdía. Así que siempre llevaba botellas de repuesto. Un culín que le permitiera llegar a algún sitio en caso de apuro».

Mientras ponía su culín en la garrafa, JPD le preguntó al gasolinero por el fuego que apuntaba en el monte.

- «Eso es por Boadela», contestó.

Le contestó y algo más. Luego de que JPD marchara, el gasolinero llamó a algunos vecinos de Boadela. Y quizá también a la Policía. No he podido saberlo con certeza. Explicó que un tipo raro iba para Boadela con gasolina. Convendrás, querido amigo, que JPD es un pirómano algo exhibicionista. Compra la gasolina en la esquina del monte que va a quemar, en hora de lobos, y le pregunta al gasolinero por dónde se va. Exhibicionista, y sobre todo, paradigmático. Podría darse la circunstancia de que JPD fuera beocio. No: he hablado con muchas personas que lo conocen. Sólo es un hombre con problemas. Sus problemas tienen que ver con los mecheros del coche, la segunda e inexorable prueba de su conducta criminal. JPD ha tenido y tiene problemas con las drogas. Los mecheros que encontraron, muchos de ellos sin piedra y sin gas, han quemado decenas de chinas. Le comenté a un amigo especialista los problemas del muchacho. Mi amigo es un tipo duro y sabio.

- «Todos los gallegos de 30 años tienen problemas con las drogas».

Duro y sabio, aunque dado a la exageración fantástica. Eso he creído siempre. Pero una de estas noches, mientras iba encarándome con los protagonistas del paradigma, di con la vida de Juan Manuel Fernández, el del puñetazo. Algo más joven. Treinta y tres años. Con la visión muy afectada, de resultas de un cristal que le rasgó el ojo, cuando niño. Los días corrientes en Santa Catalina, entre el café y el naipe. Y con problemas de drogas. Míralos por un momento, allá, al pie del monte, dos jóvenes con los mismos problemas, a golpes. A uno el foco le da de cara: pero es un foco ciego, azaroso e indiferente. A mí me parece paradigmático.

Sobre los problemas de Juan Manuel Fernández no hablaron los medios. Pero a instancias de la Policía sí destacaron las 84 macetas de marihuana que JPD guardaba en su casa. Por desgracia para la Policía sólo encontraron marihuana en casa del fumado. Luego fueron a casa de sus padres. Allí sí encontraron garrafas con gasolina y otros inflamables. Claro, hay viñas y maquinaria agrícola en la casa. Y encontraron también ramas de saúco, apiladas. Están en muchas casas gallegas. Al policía, un señor gordito (ahora tengo dudas de si esto es ofender), le preguntó el hermano de JPD:

- «¿Pero por qué se llevan esas muestras de saúco?».

- «Eso a usted no le interesa».

Allí estaba, en todas las televisiones, el mismo atrezzo: garrafas de gasolina, saúco y marihuana. Sin imágenes no hay noticia. Lo saben todos los periodistas. El problema es que la voz ha corrido y ya lo sabe hasta la Policía.

El juez ha metido en la cárcel a JPD, sin fianza. Le amenaza una prisión de 20 años. Un culín de gasolina para un depósito picado. Unos mecheros de drogata. Una noche de fuegos. Una jauría. Un verano. Y un ministro y su paradigma.

Sigue con salud.

A.

Llegó la sentencia absolutoria. El mismo autor repasa el caso y hace algunas consideraciones interesantes. Léase con mucha atención -y escalofrío- el recuento de votos del jurado. Publicado en El Mundo el 26 de abril de 2008.

Una sentencia paradigmática

Querido J:

Teníamos una carta pendiente. Teníamos una carta pendiente desde el 19 de agosto de 2006 cuando con mi habitual altanería (hoy alegremente renovada) te escribí: «La madrugada del día 13 la Policía detuvo a Julio Pascual Díaz, en un arrabal de Orense al que unos llaman El Pino y otros Boadela. ¿Por qué lo detuvo? Es un hermoso misterio. La respuesta más franca es porque se encontraba en un lugar inapropiado en el peor momento. Anota esta frase, porque dentro de muchos meses, cuando juzguen y absuelvan a JPD, alguno de los que redactaron su drama dirá, cínico pero sin saberse, esa manida frase final.» ¿Recuerdas? Era verano y Galicia atravesaba un terrible verano de fuego. El Gobierno, reunido en Consejo de Ministros, insinuaba, como era y es su permanente obligación, que el Partido Popular estaba detrás de los incendios. Hacía pocos meses que se había producido un cambio político trascendental en Galicia, y que un gobierno socialista y nacionalista gestionaba la crisis. La sombra de antiguos brigadistas (locales), despechados por la caída del Antiguo Régimen, se proyectaba sobre los eucaliptos no autóctonos. Fue en ese contexto y sentido cuando el ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, dijo sobre Julio Pascual Díaz: «Es una detención paradigmática. Quien está prendiendo fuego, sabe perfectamente lo que está haciendo». Era evidente que Julio Pascual Díaz sólo estaba formalmente acusado de haber quemado un trozo de bosque del arrabal de Orense. Pero las palabras del ministro le daban una impresionante dimensión simbólica: Julio Pascual estaba quemando Galicia. Es natural que inmediatamente lo metieran en la cárcel sin fianza. Con esa medida radical, y las lluvias, la calma volvería a la comunidad.

Tengo aquí la sentencia 139/2008, de la Audiencia Provincial de Orense, firmada por el presidente del Tribunal del Jurado, magistrado Abel Carvajaes Santa-Eufemia: «Se absuelve al acusado Julio Pascual Díaz del delito de incendio con peligro para la integridad física de las personas, del que le acusan el Ministerio Fiscal y la Acusación Particular, ejercida por la Xunta de Galicia, con todos los pronunciamientos favorables y decretándose de oficio las costas procesales». Una sentencia paradigmática. Cuando la jauría humana y política callan se escucha la voz simple de los hechos. La acusación era insolvente desde una razón mínimamente observada. Sólo era el temible efecto de la alianza entre las necesidades políticas (probar la trama pirómana, y en hallando al culpable, desculpabilizarnos), policiales (el jefe exige pruebas de la trama y hay que dárselas) y mediáticas (no hay nada que el periodismo, oficio sin argumento, aprecie más que una buena trama), proyectadas sobre infortunados transeúntes de la vida. La sentencia es aún más apreciable, teniendo en cuenta que se basa en el veredicto de un jurado. Está ampliamente distribuido el apotegma de que siendo culpable, ponme un jurado; pero no siendo ponme un juez. Aún así, produce escalofríos el exiguo margen con que los nueve hombres justos decidieron la suerte del inocente, para el que se pedía un lustro de buena y pedagógica cárcel: sólo fueron cinco hombres contra cuatro, tras casi dos horas de deliberación.

El pequeño margen impone todavía más cuando se examinan los fundamentos de la sentencia y lo que pudo escucharse en el juicio oral del martes 15. La abogada del inocente, Amelia López Rodríguez, ha tenido la amabilidad de resumírmelos. Es realmente preocupante que uno vaya a juicio, dados estos hechos y su conocimiento previo. Para empezar, nadie vio al inocente prender el fuego. Los bomberos no encontraron “alguna evidencia elocuente” (prosa textual de la sentencia) de que se hubiesen utilizado líquidos inflamables. Tal vez recuerdes que poco antes del incendio Julio Pascual paró en una gasolinera para cargar un poco de gasolina en una garrafa. Tal vez recuerdes también que era práctica habitual en su vida de siempre, porque tenía un coche maltrecho, cuyo depósito perdía, y que si paró y cargó fue para tratar de asegurarse que llegaría a casa, de madrugada, a pesar de la pérdida. Los bomberos no encontraron restos inflamables en el lugar de los hechos; de hecho, y en cuanto al inocente, sólo vieron que trataba de apagar el fuego con unas ramas; pero es que además la garrafa que le fue intervenida ¡llevaba exactamente la misma cantidad de gasolina que le habían suministrado en la gasolinera! La abogada López demostró, además, que a tenor de una llamada realizada por un joven con que se topó el inocente en las inmediaciones del bosque, y a tenor también del parte de actuación de los bomberos, el fuego ya se había declarado cuando el inocente llegó hasta allí. Recordarás (¡yo sé que tienes una excelente memoria!) que el inocente justificó su presencia en el lugar por su condición de brigadista, por ver si el fuego estaba bajo el control de alguien y por su interés en ayudar a sofocarlo, mucho más cuando algunas casas estaban amenazadas.

Esta semana llamé al inocente. Ha cumplido ya cuarenta años. Está sin trabajo. Su trabajo era el de brigadista rural, y llevaba ocho años apagando fuegos. Lo primero que hicieron después de su detención fue echarlo, claro. Ahora, con el papel de la sentencia en la mano, trata de recuperar su trabajo y su honor.

–¿Qué fue lo peor? –le pregunté.

–La detención. Me trataron como a un criminal. Y el juicio. Estuve muy nervioso. De pronto pensaba que iban a condenarme y que de veras que iba a pasar cinco años en la cárcel.

–¿Qué dicen ahora en el pueblo?

–Hummm… Supongo que ya lo tienen claro. Pero cosas como estas no se arreglan nunca.

–¿Va al bosque?

–Ya no. Me da miedo. Y como asco, también.

Ahora que ya hay sentencia, la forma más cómoda de despacharla será aludiendo a los errores policiales o judiciales. ¡Ah, amigo, los hombres, que son falibles! Eso los que se vean en la obligación moral de hacerlo, porque habrá otros que se limitarán a decir que las cosas siguieron su camino correcto y justo. Pero ni siquiera los bienintencionados tendrán razón. El inocente pasó tres meses de su vida en prisión y ha estado casi dos años (y los que colgarán) sometido al señalamiento infamante de sus vecinos, sin que hubiese ninguna razón para ello. No fueron errores de apreciación los que lo llevaron a la cárcel. Fue la histeria organizada del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Todos los árboles quemados en Galicia aquel verano no valen uno solo de los días de prisión e infamia de un hombre. Para vergüenza del medio ambiente hay que añadir que la madrugada del día de autos el inocente volvía a su casa después de doce horas de trabajo, ¡apagando fuegos!, en lugares diversos de la provincia y hasta de la raya de Portugal, con los pies reventando de ampollas y roto de cansancio. Así, en realidad, habían sido todos los días de aquel agosto, cuando pasaba del bosque a la cama, sin vida enmedio. Volvía a casa, pero se cruzó el bosque encendido. Y Alfredo Pérez Rubalcaba, el ministro del Interior. Aún no ha llamado al brigadista para pedirle, humilde y paradigmáticamente, perdón.

Sigue con salud

A.

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